Ali Salem Iselmu
Periodista y escritor saharaui

Sahara, silencio y soledad

Cada vez que vuelvo a tocar la arena del Sahara con mis manos, observo desde la distancia los árboles de Ignin y las acacias, algo resucita en mi interior. Una llamada perpetua a la soledad y el silencio, la ausencia de cualquier ruido me redime. Otro mundo es posible, el mundo de cada huella sobre la arena. Los dromedarios y las cabras dispersos en aquel cauce seco del que surge la vegetación rodeada de la arena, son el reflejo de un paraje interminable, donde cada color brilla en el espejismo.

Un niño te mira con una sonrisa y te ofrece un cuenco lleno de leche, es el sabor milenario de cada arbusto y planta que crece en medio de las dunas. Desparece el ruido de la ciudad y las palabras rápidas del aeropuerto, la velocidad sin sentido. He allí donde vuelve la paciencia, cuando la luna con todo su esplendor gobierna el Sahara y las dunas.

El sol ilumina la arena, se levantan los animales del lugar de acampada, sopla un viento desde el mar y arrastra diminutas partículas de arena. El pequeño pastor me acompaña, me enseña los nombres con los que llama cada cabra, yo camino descalzo me dirijo a una colina, al llegar a su cumbre observo en la lejanía un árbol frondoso. Me siento sobre la arena y empiezo a recordar las palabras de mi madre, su mirada hacia el mar cuando me tocaba la mano y me decía: «Naciste el año de la gran riada/ allí en el río blanco/ cuando las gacelas/ pastaban en el valle de Negyir,/ no había muros ni alambradas/ los jinetes pernoctaban bajo la sombra,/ la bruma se alzaba desde el mar/ en el Sahara había silencio y palabras,/ huellas sobre la arena/ un cielo cubierto de luces».

Después de estar sentado largo rato sobre la colina, me dirigí al árbol frondoso, de repente aparecieron el niño y las cabras, nos saludamos de nuevo. Me cuenta que ha llovido en el sur. Los animales estaban inquietos, dirijan su mirada a los pequeños arbustos con brotes verdes, yo preguntaba al niño sobre el nombre de un fruto pequeño que colgaba de las ramas. Él me contestaba: «Es mydaga, crece en un árbol llamado Eizen». «¿Qué sabor tiene?», le pregunté. «Es agridulce», me contestó.

Cogí entonces aquel fruto pequeño del tamaño de una avellana, le retiré la cáscara y lo llevé a mi boca, el niño me advirtió que tenía un pequeño hueso que no es comestible. Entonces lo probé, me resultó algo dulce y su imperceptible amargura se deshacía en mi paladar.

Observé el niño mientras su mirada se perdía detrás de las cabras, empecé a recordar unos versos sobre este fruto del poeta Mhamed Uld Haddar cuando decía: «Mydaga es un gran pecado,/ los campamentos del este la absorben,/ solo mojando su corazón/ puedes saborearla».

Cuando el corazón de la pequeña fruta quedó mojado entre mis labios, dirigí mi mirada hacia el este, los árboles y las dunas se perdían en el horizonte. El niño seguía las huellas de las cabras y el viento de arena movía las ramas de aquel árbol del que se precipitaban los frutos sobre la arena.

Supe que en el Sahara había un silencio profundo en cada huella de arena, en cada piedra y que el viento era una voz que movía con mucha paciencia cada grano de arena. Entonces caminé hasta reencontrarme con mis huellas, recordé el Sahara en las palabras de mi madre. Supe que mis huellas habían emigrado al sur. Hacia el norte quedaba el valle en el que nací, el valle del que me expulsaron cuando mi madre me enseñaba los primeros versos esculpidos sobre una piedra.


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