Víctor Moreno
Profesor

Salud mental del político

Cristina López, senadora argentina, afirmó en su día que «el presidente Javier Milei es un enfermo mental» y exigió «la elaboración de un proyecto para que a los mandatarios se les exija un apto psicológico para poder asumir dicho cargo». Quienes trataron a Milei no han dicho que este fuera un tarado; tampoco, que se tratase de una mente brillante. Lógico. No hacemos caso al consejo de Kant: «Nunca discutas con un idiota. La gente podría no notar la diferencia».

Intriga si los políticos de acá gozan de buena salud mental y si estarían dispuestos a sufrir un protocolo que determinara ese «apto de salud» para garantizar que están bien de la cabeza. Hoy, lo único que se puede decir es que tienen el título de palafreneros o el diploma de boyeros.

El Instituto de Salud Mental ya sostuvo que un tercio de la población padece algún trastorno mental, pero, al citar las bajas laborales debidas a ese déficit, las de los políticos no aparecen. Si la ansiedad, trastornos del sueño y depresión son los problemas más frecuentes de la ciudadanía relacionados con su salud, ¿quiere esto decir que tales lacras no afectan a los políticos? Si es así, ya dirán cómo lo hacen. Nos interesa. No diremos que la profesión de político sea la más peligrosa de este mundo −mucho más que la de los mineros y la de los albañiles−, pero lo habitual es describir su oficio como estresante; siempre sobreactuando en un permanente escenario de conflictos y de guerras fratricidas, donde los propios compañeros de partido te la pueden clavar como a Julio César. Hay psiquiatras que consideran que ser político profesional exige una renuncia al equilibrio emocional y al sano juicio. Concluyen que la política es una profesión apta solo para quienes presentan determinados rasgos psicológicos que el psiquiatra polaco Lobaczewski califica de «patocráticos», personas con trastornos derivados de una personalidad narcisista, necesitados de afirmación y atención constantes, pues tienen un ego que se lo pisan incluso subidos a una higuera. No ven más allá que la circunferencia de su ombligo.

En este país no hay datos de la salud mental de los políticos y no se sabe si son necesarias mejoras psicológicas en el sector. Pillar literatura sobre este asunto es complicado. Lo común es pensar que a una mejora de la salud mental del político se le correspondería una mejora del sistema, pero de ilusiones se vive. Los políticos no hacen el sistema, es este quien los moldea y modula.

Tampoco se admite la premisa de que ejercer como político acarree cierto desorden mental y emocional generalizado. Y este sí sería un buen anticipo para abordar el fenómeno: aceptar que ejercer y vivir como político no es aconsejable para la salud mental, ni para uno, ni para los otros. Aceptarlo ahorraría suspicacias.

¿Se sabe cuántas familias de políticos se han desestructurado en una legislatura? Estar las veinticuatro horas del día maquinando para salvar a una España que se rompe por todos los lados tiene que ser agotador. Tanto que hay quienes sugieren que el tiempo del político debería limitarse por el bien de su salud y de su familia. Pensar tanto en el Estado de derecho agota cualquier meninge por muy cartesiana que sea.

En cuanto a concretar los signos actuales que permitan sugerir que la salud mental del político hace agua, no es tarea fácil. Entre ellos suele invocarse su inclinación al lenguaje barriobajero, pues nunca como hoy se había manifestado con tanta violencia de géiser. Sin embargo, esa actitud «palabrática» no es causa, sino efecto. Es resultado de un fondo de inquina que los inclina contra quienes consideran sus enemigos desde Viriato. Surge de una polarización o maniqueísmo político y ético que enturbia sus facultades cognitivas y emocionales. Hay políticos que parece que lo que hacen, lo hacen para joder al otro, lo que es propio de psicópata. No se encuentran bien si el otro no está mal. Cuanto peor estén los demás, mejor estaré yo. Y, si se mueren, genial. Luego, claro, lo lamentarán y todo eso. Cinismo cainita.

Cifrar la felicidad política en la derrota del otro, cuanto más humillante mejor, no es de sujetos sanos. Y, ojo, porque no se busca solo la derrota política del enemigo, sino humana. Y dedicarse a deshumanizar al enemigo revela un grado de enfermedad mental inquietante. La política ya no solo deshumaniza al adversario, sino que animaliza a quien la practica. El nazismo sería un buen ejemplo de esta metodología caníbal.

Por eso es una pena que los factores que funden en negro la salud mental del político no estén claros, ni se aplique la ciencia para hallar los síntomas que llevan a un ser racional a arrastrarse en el lodo como si fuera una lombriz aristotélica.

Cuando un político dice que «Dios le ha salvado de un atentado», que «le ha dicho en sueños que lo ha elegido para salvar a su país» o que «Dios está de su parte», uno se pregunta si a esta gente le falta un tornillo o está como una cabra montesa. Que un obispo, tipo Rouco, suelte este tipo de logomaquia absurda, pase. Y que lo diga Trump, también. Pero, pensándolo bien, ni así. Claro que alguien puede reprochar, ¿qué vamos a decir nosotros si hace cuatro días que hemos roto el cascarón de una España teocrática y confesional y que muchos políticos siguen riéndose a carcajadas del Estado aconfesional?

Hay millones de personas que votan a partidos políticos que, aunque no se proclamen católicos y confesionales, lo son en la práctica. Cabría preguntarse si una sociedad que acepta la supeditación de la política a ese providencialismo divino, ¿está en su sano juicio? Si no lo está, tendrá que mirárselo. Porque se trataría de una sociedad amenazada por idéntico virus asesino que la que hizo la guerra al grito «porque Dios lo quiere». Herederos de aquellos golpistas siguen ahí, entre nosotros, como el dinosaurio de Monterroso, aquejados de la enfermedad del providencialismo transcendental y, por tanto, ¿enfermos mentales que diría la senadora argentina? Tú mismo.

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