Sindicatos y sociedad
«No es admisible, dentro de una conciencia liberadora, que se hable de un sistema económico distinto sin mantener activa en todo momento la aspiración de abrogar el capitalismo como pilar básico de la vida colectiva». Es la tesis del veterano periodista en este artículo, en el que analiza el papel del sindicalismo en la sociedad actual y sostiene que la acción sindical no tiene por qué alejarse de la acción de un partido realmente de izquierdas: «se podría decir que el sindicato opera entre las masas trabajadoras y el partido funciona de cara a la calle».
Los sindicatos CCOO y UGT han subrayado la reciente celebración del día de los trabajadores con la propuesta de un gran pacto de estado entre el Gobierno, los partidos y los sindicatos con el fin de frenar la destrucción del empleo. El empresariado, con su propia representación, parece que también está dispuesto a sentarse a esa mesa dada la situación de urgencia en que se encuentra España. Evidentemente, el empresariado tratará de romper el último muro de contención que protege los escasos derechos laborales que quedan a fin de redondear una economía basada en la más descarnada rapacería.
Por su parte, los dos grandes sindicatos estatales llevan ya años buscando ese pacto bajo la especie de que «es mentira que no exista otro modelo económico», como ha proclamado este primero de mayo en Madrid el secretario general de UGT, curiosamente Cándido de nombre y que sostiene la posibilidad de reformar benéficamente el vigente modelo de sociedad.
Pues bien, la cuestión, planteada en profundidad, estriba en saber si es posible «otro» modelo económico en el marco de la sociedad actual o lo que precisan los trabajadores para salir del desastre presente es una sociedad radicalmente distinta. Una sociedad de trabajadores de todas clases, como afirmaba la Constitución de la II República Española, cuyas banderas poblaron con preferencia la gran manifestación anual conmemorativa del asesinato de los Mártires de Chicago.
La creencia de que es posible otro modelo económico sin quebrar la estructura de la sociedad capitalista llevó en EEUU a la instauración de un sindicalismo de pura gestión, con lo que la sangre de Chicago fue amortizada por las dos poderosas centrales obreras norteamericanas, con sindicatos como el poderosísimo de camioneros dominado, hasta su asesinato, por un sujeto mafioso como James Hoffa, que acabó constituyendo uno de los apoyos fundamentales del ultra reaccionario Partido Republicano. El sindicalismo estadounidense es una gran empresa más que opera en el cuadro de la explotación social. Las capas inferiores del mundo del trabajo han desaparecido prácticamente como fuerza política y con esa desaparición ha sido congelada cualquier posibilidad de sustituir el modelo de existencia que la primera potencia mundial sostiene con todos los métodos a su alcance.
Como resulta obvio, los sindicatos han de proceder con una acción diaria de defensa ante la minoría dirigente de la sociedad, lo que incluye determinadas negociaciones circunstanciales, pero sin perder jamás de vista que su gran objetivo es cambiar el capitalismo como sistema de relaciones laborales. No es admisible, dentro de una conciencia liberadora, que se hable de «un sistema económico distinto» por parte de los dirigentes sindicales sin mantener activa en todo momento la aspiración de abrogar el capitalismo como pilar básico de la vida colectiva. Se puede llegar a un pacto determinado en un momento determinado, pero sin ceder un milímetro en la voluntad de enfrentar y sustituir el sistema actual.
El problema del presente sindicalismo estatal es que ha renunciado, incluso formalmente, a su papel político. Si un sindicato de trabajadores se declara ajeno a la edificación política de otra sociedad radicalmente opuesta a la sociedad instalada, está embarrancando a los trabajadores en los bajíos capitalistas. Los sindicalistas, como defensores de los derechos del mundo del trabajo, no pueden obviar, sin incurrir en traición de clase, que su fuerza ha de generarse básicamente en una voluntad revolucionaria, es decir, de carácter y sustancia políticas.
Hablar de que es urgente llegar a un pacto dominado por el estado, protector de los grandes empresarios y de sus corifeos, equivale a cometer dos errores colosales. El primero de ellos consiste en desconectar al trabajador de las ambiciones de libertad y justicia que lógicamente le corresponden. El segundo error estriba en que cualquier convenio generado en la situación actual conlleva un debilitamiento de la fuerza del trabajo en el orden de las retribuciones, de las condiciones de trabajo y de los demás derechos conquistados en muchos años de combate y sacrificio. Pactar la destrucción del empleo es necesario, pero ese pacto no ha de adquirir el relieve de un llamado pacto de estado, ya que el estado es un agente de explotación. La batalla contra la destrucción del empleo ha de desenvolverse con el empleo de los propios medios de fuerza social, con la ocupación persistente de la calle y el uso muy meditado de la herramienta huelguística. Los sindicatos no pueden pedir fuerza de cambio prestada por los agentes del poder. Cualquiera que se apoye en una lógica elemental para dirigir su acción sabe que en el seno de un pacto solemne con el adversario dominante no se va a conseguir nada relevante. El confuso funcionamiento del llamado Pacto de Toledo acerca del trabajo y su elemental protección, que se ha deshinchado imparablemente, ha de constituir una referencia básica para no entregarse de hoz y coz a este tipo de encerronas tenidas por oferta cordial y sincera de entendimiento. El poder siempre está dispuesto a sentarse a una mesa de negociación con el mundo del trabajo a condición de que la mesa sea suya.
No se trata, pues, de proceder con un radicalismo que ya un revolucionario como Lenin motejó de infantil, sino de mantener firme y sin contaminación ideológica el arma del cambio social. Todo pacto sobre el empleo ha de amparar siempre la primacía y calidad del mismo y el progreso de fondo en el camino hacia «otra» sociedad. Lograr una victoria ofertada, ya sospechosamente, por el adversario que conduce ferozmente la máquina trituradora del neocapitalismo es admitir de antemano una derrota en profundidad. La victoria ha de contener un irrenunciable contenido de fuerza.
Sorprende que a estas alturas del desarrollo capitalista, culminado en el neocapitalismo evidentemente fascista, muchos dirigentes sindicales sostengan que la acción sindical tiene un carácter distinto a la acción propia de un partido realmente de izquierda. Todo lo más que cabe admitir es que el sindicato tiene un ámbito propio de acción en la vida diaria, pero esta distinción es puramente instrumental y no libera al sindicato de su exigible conexión orgánica con el partido que lucha por la sustitución del modelo social. El sindicato es la fracción del partido que opera fuera de las instituciones gubernamentales. Esta relativa autonomía le facilita una agilidad de respuesta inmediata, dejando para el partido un ámbito de acción mucho más elaborada, en que se prima lo ideológico. Para resumir de un modo quizá muy elemental, se podría decir que el sindicato opera entre las masas trabajadoras y el partido funciona de cara a la calle, con una composición más heterogénea.
Lo anterior parece obligar a una unión sindical amplia y profunda, pero debe tenerse en cuenta que la variedad sindical –excluyendo a los sindicatos amarillos, sostenidos directa o indirectamente por la patronal de acuerdo con el gobierno– tiene desgraciadamente una explicación muy preocupante: que esos sindicatos que obstaculizan la unión sindical de carácter revolucionario suelen tener su raíz en una falsa izquierda cuya preocupación fundamental es impedir precisamente el progreso para implantar un modelo social radicalmente distinto al existente. La diversidad sindical –y en muchos casos su dependencia del poder– revela con mucha claridad la débil fuerza de cambio con que se cuenta para edificar un mundo que haga del ser humano un verdadero protagonista de la igualdad, la libertad y la justicia.