Mario Zubiaga
Profesor de la UPV/EHU

Sinfonía democrática

El reto es de un calibre máximo, porque en esta cuestión no se está jugando únicamente el autogobierno de unos pueblos europeos sin Estado. Como apuntábamos al principio, es toda una cosmovisión la que se refleja en esta reivindicación parcial.

Ningún individuo, ninguna nación puede escapar al espíritu del tiempo. La identidad personal y el alma de la nación –volksgeist–, aportan, se acompasan o son engullidas por el zeitgeist. Toca a cada persona, a cada país, ser consciente del papel que desea desempeñar –vanguardia, acompañante o comparsa subalterna–, en el devenir de la historia. Sí, me consta que estoy alimentando las obsesiones germanófilas de algunas personalidades navarras, sedicentes ilustradas.

Euskal Herria –euskararen herria–, siempre ha sido un particular universal en perfecta sintonía con los procesos globales. Por eso seguimos aquí. Sin embargo, no siempre hemos conseguido sincronizar nuestros anhelos y cuitas con las dominantes en cada momento civilizatorio. A lo mejor ha llegado el momento de ser vanguardia, no solo ad intra –en eso hay cierta experiencia–, también cara al mundo.

Las respuestas al caos global son conocidas. Aunque se atisban signos de preocupación en los dirigentes más preclaros, nuestras instituciones no han superado la inercia de «los buenos años» del desarrollismo autonomista: crecimiento sostenido bajo capa de la sostenibilidad, optimismo tecnológico que concede amplio margen a las grandes empresas fósiles, rentas de inserción –cartillas de racionamiento aggiornadas–, dirigidas a la mera subsistencia o al consumo de ocio barato. En fin, una «política» que en el ámbito interno se limita a la dinámica representativa, títere de los grandes lobbies económicos, y en el externo, apura las últimas migajas transferenciales de un Estatuto que, incluso completado, no sirve ya para los retos del nuevo siglo. En todo caso, política para una ciudadanía infantilizada –asistida, es cierto–, pero no soberana. El gobierno doméstico del buen padre de familia. La gubernamentalidad foucaultiana.

Frente al seguidismo del business as usual, existe una lógica histórica alternativa. Una lógica que desea la vuelta al territorio, a la defensa de un modelo de identidad que sin renunciar a lo propio no se cierre a lo ajeno. Una lógica que pone en cuestión el mantra del crecimiento y defiende un modelo de justicia social de escala cercana que aporta también a la universal… Más vínculo comunitario abierto, más «matria» hacia el futuro, menos patria melancólica. En fin, más soberanía popular. En esas están las posiciones soberanistas dominantes en Escocia, en Cataluña, en Galicia… y en los distintos territorios de Euskal Herria. No es solo una mera cuestión táctica –la promesa del bienestar general como instrumento para ampliar la base social–, es una apuesta sincera por la soberanía popular porque se entiende que esa es la única manera de enfrentarse el tsunami globalizador y la extensión de la lógica de la rentabilidad y la competencia a todos los ámbitos, hasta los más preciados: la identidad individual y colectiva.

Sin embargo, si esta trilateral nuestra está en perfecta sintonía, no podemos decir los mismo de la sincronía. Hasta ahora, cada uno tocaba cuando le daba le daba la gana, en la clave y tono que le parecía oportuno. Mayor o menor, sinfonía heroica o cancioncilla popular. Escocia estaba en la Champions, con un referéndum celebrado en condiciones; Cataluña, aunque atrapada en la liga española, tuvo alguna posibilidad de entrar en una competición europea. Euskal Herria seguía luchando por mantener la categoría, añorando tiempos mejores que quizás no lo fueron tanto, y Galicia, en 2ª división, con aspiraciones de ascender algún día… Si eso. En fin, todos jugando al mismo deporte de la soberanía, pero en distintas categorías. Y todos querían mirarse en el espejo del superior, nadie miraba al inferior. Pero las cosas están cambiando. Es feo alegrarse de las desgracias ajenas, pero la incertidumbre del segundo referéndum en Escocia, la represión inmisericorde padecida en Cataluña, la tímida reactivación soberanista en Galicia y la previsible reapertura del debate hibernado sobre el nuevo Estatus, pueden facilitar una sincronización de las agendas políticas en torno a una demanda que acoge ya a los jugadores de las ligas superiores e inferiores: el referéndum acordado, o si se quiere, un marco jurídico-político pactado que haga viable un eventual ejercicio del derecho a decidir el estatus de soberanía.

La coyuntura europea –aunque nuestro referente sea hoy un pueblo por ahora desgajado del proyecto de la Unión–, podría ser favorable, y la estatal en España podría ser peor. Vista la deriva de las baronías social-falangistas, esclavas tanto de su jacobinismo rancio como del miedo a perder unos votantes azuzados en su españolismo por la derecha rampante, está claro que la única manera de que España sea roja –bueno, siquiera un poco rojilla–, es que sea «rota»: es decir, se descomponga y recomponga, a partir de la voluntad libre de las partes. En su caso, en un mismo acto. Y si tan grandes empresas ideológicas no son suficiente acicate, –supongo que sí lo son para Podemos–, en un cálculo más pragmático, Pedro Sánchez sabe que su futuro político depende de la avenencia con los soberanismos peninsulares. A la ya conocida capacidad revienta-gobiernos del conflicto vasco, se le ha añadido ahora la virtud hacedora y mantenedora de gobiernos de vascos y catalanes. Y el premio gordo está a la vuelta de la esquina: si acabar con ETA rentaba, no digamos la solución del secular conflicto territorial. Moncloa sabe que debe arriesgarse para obtener tal rédito. Su continuidad y, sobre todo, la futura mayoría parlamentaria dependen de ello. Rasputín Redondo dice que seguirá a su Zar hasta el abismo. Es buena señal. Como lo fue su guiño plurinacional en la Comisión sobre «Seguridad Nacional».

De todos modos, el reto es de un calibre máximo, porque en esta cuestión no se está jugando únicamente el autogobierno de unos pueblos europeos sin Estado. Como apuntábamos al principio, es toda una cosmovisión la que se refleja en esta reivindicación parcial. Una cosmovisión que se enfrenta a la lógica de la globalización sistémica y al ansiolítico fascista que esa misma lógica ha alimentado para disciplinar a una población atemorizada, sin futuro, que solo encuentra consuelo en la nostalgia de un mundo que ya no existe. Incluso Koldo Mediavilla, uno de los principales estrategas jeltzales ­–entre otras muchas cosas–, reconocía en una entrevista reciente que el conflicto territorial tiene que abordarse de forma conjunta, es decir, con una reforma que satisfaga a las naciones peninsulares. Bueno, el oboe ha dado el «la», le deberá seguir el concertino y todos los demás instrumentos, pero, a la moderna, bajo una dirección cooperativa. Las condiciones para una verdadera sinfonía democrática están dadas. A ver si nos sale un buen concierto. El concierto de las naciones. Sí, lo del concierto va con segundas.

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