Soberanía o reforma estatutaria
«En realidad se trata de saber si nos consideramos competentes y responsables para llevar a nuestro país a una manera de vida responsable, es decir, a su Soberanía.»
En el ambiente deletéreo reinante no podemos prescindir de cualquier ocasión de ventilación, la que sea. En pocos días, más precisamente en el espacio de 48 horas, leemos en la prensa dos afirmaciones expuestas con claridad paradigmática. En el caso de EA, su secretario general, Pello Urizar, considera que «hay que activar el proceso SOBERANISTA en Euskal Herria». Cuarenta y ocho antes el portavoz del Gobierno Vasco, Josu Erkoreka, del PNV, declaraba que había llegado el «momento idóneo» para abrir el debate de la REFORMA ESTATUTARIA.
Ya no se trata de matices: Soberanía en un caso, Reforma Estatutaria en el otro. Como peatón, me parece que se trata de dos nociones muy diferentes en lo que se refiere al poder de decisión.
La palabra Soberanía se define como «calidad del poder político de un Estado que no está sometido al control de otro Estado». La Reforma Estatutaria se refiere a un Estatuto, término que, en el caso de un Estatuto de Autonomía, está respondiendo a la definición, «ley constitucional de una comunidad territorial autónoma en el interior de un Estado». Ninguna de estas definiciones ha sido oficialmente ni «oficiosamente» denunciada.
Aprecio la sinceridad expresada por los protagonistas antes citados, calidad que escasea en el debate político, que a veces coincide con el debate popular. Quizás convendría emitir una reserva aplicable a uno de los declarantes que no pasa de constituir un epifenómeno de semi-fondo: cualquier afirmación de posición política debe valerse por ella misma y no correr el riesgo de desvalorizarse atacando al adversario (vasco), pero ese ya no es mi problema. Interesa saber quién defenderá la Soberanía y quién la Reforma Estatutaria.
Los dos problemas esenciales son, en prioridad y a corto plazo, la reactivación económica, pero no de cualquier forma, y a medio plazo y ligado a este tema, la voluntad claramente expresada de emprender la ruta hacia la Soberanía. Algunos consideran esta opción como utopista, pero es realizable.
No creo que un pueblo que en mayoría quiere gobernarse por sí mismo, acepte medias tintas ya conocidas, sobre todo por los que han creído y ven los resultados, cuando todo se negocia en Madrid, –ni siquiera en Europa– cuando soportan litigios cuya razón real está camuflada, y cuando en realidad los generan partidos que no soportan o quizás no sepan gestionar la pérdida de hegemonía.
Si la confrontación política es con la españolidad, es inaguantable tener que quedarse de brazos cruzados ante los ataques bajos entre hermanos vascos y en uno de los casos en una actitud colaboracionista que busca el apoyo de partidos españoles.
La política pasiva y sumisa de lo realizable corresponde al statu quo. El «ni chicha ni limoná» ya lo vivimos; nuestra ambición es mayor, y si no tomamos ya el camino, hierbas altas e infranqueables lo bloquearán en muy, muy poco tiempo.
La ingeniería política de un Estado, España, ya no es gobernable. España se ha metido en un laberinto del que no sabe cómo salir. Como siempre lo ha hecho, buscará, a zurriagazos, la solución desesperada a corto plazo, la miopía política estructural impidiéndole ver con claridad el largo plazo. Las imágenes de la geopolítica se forman en España delante de su retina de Gobierno, lo que explica su retraso en el escenario internacional, excepto en las Azores. Esa actitud es una malformación que parece hereditaria. Acordar un Estatuto con España es unir nuestro destino con el decidido en Madrid. Todavía hay personas que recuerdan la frase «ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser en la vida». Si hay que vivir bajo gestión española muchos peatones cederán su txanda en la cola de los aspirantes a reformas estatutarias, que aquí «haylos».
En realidad se trata de saber si nos consideramos competentes y responsables para llevar a nuestro país a una manera de vida responsable, es decir, a su Soberanía. Eso no se realizará en poco tiempo, pero tenemos que pretenderlo cuanto antes. Lo que sí sabemos es que las reformas que consisten en compartir Estado no nos van ni con España ni con Francia, donde la consecución del mismo objetivo será, no más difícil, pero sí más compleja.
¿Habrá que convivir con los que aceptan la cultura nacida en el 36, la del «muera la inteligencia»? Hay quienes siguen afirmando eufemismos que suavizan muy poco la barbaridad. Bergson ya había afirmado que de manera general «la inteligencia de los individuos ha sido fundida en el crisol de la acción». Esa ha sido y es en parte la atmósfera vivida desde que el mismo autor de esa primera bestialidad afirmara que «el fascismo es el remedio de España». Algunos han superado esos tiempos, pero ¿cuántos? Amigos cuando podamos, pero cada uno en su casa.
Con España no existe la «affectio societatis» clave del deseo de perseguir un objetivo común. Tampoco existe el deseo de formar parte de la marca España, hoy por lo menos contraproducente. No tenemos la impresión de haber contribuido voluntariamente a la estructuración de España.
«Ni tiranos ni esclavos» reza el frontispicio de un caserío de Euskal Herria. Nada de común con España, cuyos tiranos aspiraban a esclavizar al insumiso. Aquí los tiranos han surgido para liberarnos de la esclavitud.
La Soberanía nos guiará más positivamente hacia la determinación más precisa de nuestra voluntad, a la consecución de los objetivos materiales y culturales, fijados por NOSOTROS y a la puesta en acción de los medios para conseguir esos propósitos.
No se trata de considerar, a priori, al súbdito español o al ciudadano francés como adversarios, pero sí a los gobiernos correspondientes que nos pondrán su proa frente a la nuestra, que resistirá para obtener la Soberanía aspiración legítima de todo colectivo desarrollado y reflexivo.