Kepa Tamames
Escritor

Tenemos un problema: aluminosis en la democracia española

Tenemos un problema: aluminosis en la democracia española


Se atribuye la frase «La libertad es una librería» al poeta catalán Joan Margarit (1938‑2021). Como casi todas las sentencias intelectuales, resulta de natural atractiva, seductora. Y también como casi todos los aforismos, tiene su parte de verdad, lo cual significa que ha de tener igualmente su parte de mentira. Porque una librería que solo admita en sus estantes obras de una determinada naturaleza (salvo aquellas especializadas en cierta temática, claro), sea esta filosófica o política, no es precisamente paradigma de libertad.

El libro que traigo a colación constituye un buen ejemplo de que muchos aforismos se quedan en meras frases de estética amable. Pues, de hecho, no habita nuestro protagonista en su espacio deseado: una librería al uso. Alguien se encargó de que así fuera. Quizá una persona con nombres y apellidos (es de suponer que en cualquier caso representando a una entidad; si oscura o transparente, eso ya no lo sé), o tal vez un organismo interesado en que la obra naciera con graves taras (no hallarla en su hábitat natural, las estanterías públicas, la peor de todas), o mejor que ni siquiera llegara a nacer. Pero aquí está, calentita, recién salida del horno, aunque no huele precisamente a pan tierno, sino a carne putrefacta. Aquí la tenemos, hermosa y fuerte, superadas todas las trabas que tuvo que superar durante su arduo periplo. Quiero pensar que su sola existencia ya es un pequeño triunfo, que ojalá acabe mutando en gran paso para desenmascarar la verdad de lo que ahora es una feísima sospecha: el Expediente Royuela.

El caso que nos ocupa se nutre de corrupción a granel y sin medida: en los cuerpos policiales, en la judicatura de alto copete, en la política sanguijuela que nos chupa la sangre desde hace casi medio siglo, en el tráfico de todo aquello que tenga un hueco en el mercado negro azabache… y de muertos, muchos muertos: ¡pasados de largo los mil quinientos asesinatos! Suele recurrirse en tales casos a los crímenes cometidos por las diferentes organizaciones terroristas que en España fueron, y no llegan entre todas al número de cadáveres que nos escupiría esta truculenta historia que narro a lo largo de casi mil páginas. Añadido el agravante moral de que lo que aquí se trae a colación se alimentó con recursos estatales, tanto humanos como financieros. Que cada cual vaya sopesando la gravedad del asunto, y si la tan autoadulada Democracia Española es de verdad democracia, o acaso se quedó hace ya mucho en una grotesca caricatura del término, uno de esos eufonismos que sirven de frontispicio luminoso a lo que bien puede ser un infecto albañal.

Lo diré claramente: me parece a mí que en la actualidad nos carcome una mayor censura ―esta «soterrada», encriptada en mil y un colorín― que en tiempos pretéritos, aquellos en los que había un cuerpo censor oficial, compuesto por funcionarios del régimen, a quienes por cierto se les colaba un gol por la escuadra a poco que el disidente fuera tan imaginativo como puñetero. Mas hoy las cosas se muestran bien distintas, pues ya no hace falta un señor con bigotito y cara de vinagre para que una obra creativa (teatro, cine, televisión, literatura) se vea cercenada en alguna parte de su producción, o que ni llegue a ver la luz. La malhadada corrección política lo ocupa todo, y sus promotores han conseguido que ni Policía del Pensamiento necesiten los poderes fácticos para mantenernos sumisos y adoctrinados. Algunos técnicos en la materia lo llaman indefensión aprendida, y no es necesario ofrecer aquí profusa explicación para que se entienda su significado. Quizá el ejemplo más ilustrativo ―y cruel― lo tenemos en la imagen del gigantesco elefante que entre función y función sobre la pista,  amarrado por una de sus patas traseras a una pequeña estaca clavada en el suelo, mediante una también modesta cadena. Resulta evidente que un tirón sería suficiente para liberarse y escapar. Pero el gigantón ni lo intenta, pues ya le quedó claro de cachorro que horas de intentar zafarse de su cautiverio solo sirvieron para crear en él una insoportable frustración momentánea, y sobre todo convencerse de que de allí nunca podría salir por su propia pata. Nunca fue consciente de que creció hasta convertirse en lo que hoy es: aunque gigante poderoso, un pobre idiota equivocado.

En buena medida, somos muchos de nosotros vigorosos elefantes aquejados de la citada indefensión aprendida, pues nos comportamos en realidad como sumisos caniches.

Vuelvo al libro. Entiendo que es una gran obra, y no por su voluminosidad, o por ser el menda su autor. Créanme si les digo que así lo apreciaría en todo caso, dado que se denuncia en ella una posible trama judicial, política, policial, de un género ecléctico que bebe de lo gansteril, de lo mafioso, de la trama oscura, subterránea, cloacal, y hasta respira por momentos un punto cutre, «torrentiano», para qué vamos a negarlo. Como novela negra sobrecargada tiene un pase. Como película no tanto, pues es materialmente imposible resumir en dos horas de relato visual la actividad de décadas de asesinatos por encargo o sin él, de tráfico de todo lo que infla el bolsillo, de chantajes, de sentencias amañadas, de colaboración con otras bandas mafiosas (¿coworking?), todo ello aderezado de paranoias que acaban en cadáver rígido, de fidelidades con fecha de caducidad, de evasión de capitales, de enriquecimiento ilícito… y de muertos, muchos muertos, cuya defunción oficial fue un accidente de automóvil, o la ingestión fortuita de productos letales, o mismamente el clásico disparo en la sien, al fin y al cabo la forma más contundente de cargarse a un tipo, salvando el escenario espeluznante que ello comporta; aunque bien es cierto que un sicario curtido en mil y una eliminaciones habrá visto y limpiado de todo. Quien quiera hacer una peli sobre el asunto debería elegir uno de los muchos cientos de casos ―sin relación alguna entre ellos―, siempre vertebrado por un guión sugerente. La aparición en los títulos de crédito del consabido «basado en hechos reales» no haría sino aportar interés al tema.

Pudiera parecer que me propongo aquí hablar de «mi libro», y aunque algo de eso hay, no es exactamente así. Porque libro es, pero no lo considero estrictamente «mío», por mucho que se me identifique en la portada como autor.

Esta mi última obra editada está en parte escrita por un servidor, aunque no mucho más de la mitad, dado que el resto de las páginas las ocupan los textos de documentos manuscritos, con los que nada tengo que ver, aunque sean de hecho el epicentro de la [supuesta] trama que se denuncia. Y hasta diría que una parte de «lo mío» es en realidad fruto del ingente esfuerzo aportado por una familia barcelonesa, que tuvo la santísima paciencia de ordenar docenas de miles de dichos documentos, por dotar al caso de una mínima manejabilidad, y el coraje de hacerlos públicos ―una pequeña parte de ellos, para ser más exactos―, implicando lo que implican, de ser ciertos, para nuestra adolescente democracia, que pudiera adolecer, como reza el subtítulo del trabajo, de una preocupante aluminosis en su estructura interna toda.

Pues esto es lo que hay, señores. Y lo que no debiera haber, porque eso de ir matando ciudadanos por ahí para cobrar la minuta correspondiente al cliente no está ni medio bien. Menos todavía si la cosa se nutre de elementos administrativos, sean estos personas físicas o recursos públicos. ¡Tremendo!

Supongo que la mayoría de ustedes no tendrán a estas alturas del artículo ni repajolera idea del asunto, y no podrá portanto reprocharles un servidor ese ceño fruncido, que inequívocamente anuncia que les estoy tocando las narices con tanto misterio. Al tiempo, espero que no sean pocos los lectores que sospecharán de qué va la cosa. Y otros lo tendrán por seguro desde las primeras líneas, al punto de que habrán interrumpido la lectura para acercarse a la librería más próxima para hacerse con un ejemplar. Ahórrense el viaje, pues ya quedó anunciado que no lo van a conseguir en su escenario natural. Porque ―mera conjetura― quizá ya se encargaron desde ciertas cloacas de poner toda suerte de trabas al buen término del producto. Por algo será.

En cualquier caso, aquí está, para quien quiera enfrentarse cara a cara con lo que acaso sea la mayor trama política‑jurídica‑policial de la Europa posbélica.

Quiero pensar que su sola existencia es ya un importante triunfo, que ojalá acabe mutando en gran paso para desenmascarar la verdad y toda la verdad de lo que ahora se muestra como feísima sospecha: el Expediente Royuela.

Pero no se me despisten con tanta reflexión filosófica de bolsillo, y recuerden que pulula por ahí una obra huérfana de su natural hogar pasajero (alguien o algo se encargó de ello), pero que desea acabar en una familia que la aprecie y la adopte para los restos, hacerse un huequecito entre el resto de libros de la casa.

Entiendo que no procede aquí desvelar la fórmula para conseguir un ejemplar, entre otras razones porque hoy cualquiera que maneje internet lo descubrirá en escasos minutos. Si acaba en sus manos, que les aproveche. Aunque lo normal es que su lectura provoque una mezcla de gastroenteritis, sensación de mareo y acceso de ira. Que sea esta contenida o no, es algo que ya no incumbe a un servidor. Advertidos quedan.

¡Ay!

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