Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Un futuro para filólogos

Rajoy apoya la dinámica de la corrupción, paga el alquiler de su gobernación a los poderosos y pasa el barato a los dirigentes tribales que le cuidan el coto para la cacerías sin veda. La gente ha dejado de ver, ha dejado de oir, ha dejado de pensar y se va apuntando a las bandas de barrio, que en eso consiste la postmodernidad

Me cuesta cada vez más trabajo identificar el referente de las palabras cuando me enfrento a un texto político ¿Qué quiere decir exactamente de algo cuando lo dice un político, un periodista, un divulgador barato o un vendedor de rebajas, cuatro oficios que confluyen ahora en no pocas ocasiones? Hago constar, antes de seguir adelante, la validez intelectual y la calidad moral de un núcleo de profesionales que aunque muy reducido de número resulta prudentemente ilustrado y afanoso de la verdad. Dios bendiga a esta especie camino de la extinción, según parece. Escrito esto, sigo.

Cuando se habla del valor material, como fuente de ingresos, que va perdiendo o ganando un determinado oficio o saber pienso en la filología, que ahora es considerada, poco más o menos, como un diletantismo de intelectuales vagos. Yo creo, por el contrario, que entre tanta ruina de los oficios nobles, esto es, los que fomentan el espíritu como base de la existencia convivencial, ser filólogo tiene un porvenir muy fructuoso. Restaurar la solidez de la palabra como identificadora de lo real es el único camino para reencontrar el inicio inocente de las cosas.


Así estimo que aplicando un trasplante de la teoría a los sucesos creo que la Moncloa, por ejemplo, mejoraría sensiblemente su presentabilidad si tuviera un secretario de estado para la filología. Los costes de su coche y de su escolta siempre me parecerían rentables. Debo añadir que la filología no entiende sólo del perfil material de las palabras desde su nacimiento –caridad, pongamos por caso, viene del griego carus o amor y no tiene cosa que ver con limosna– sino que debe intervenir en la debida adecuación de las mismas al momento u ocasión en que han sido emitidas, sobre todo para evitar el cabreo o bien el cachondeo general entre las masas electorales. Las palabras son conceptos que usados en un lugar o en otro valen o son inválidos. «Tonto», por ejemplo, puede ser una palabra mimosa en el amor o crítica respecto a un diputado; plomo identifica a un metal, pero llega a emplearse censoriamente al referirnos a un discurso de investidura. España, por ejemplo, recobraría cierta serenidad y equilibrio si muchos dirigentes afinasen y concretasen el lenguaje con que se dirigen a los contribuyentes, ya muy quemados por el mal resultado de las leyes que gobiernan nuestra educación lingüística entre otras misérrimas educaciones. Ahora solventaré este dilatado exordio.


Hace unos días el Sr. Rayoy aclaraba al vaporoso e indignado Sr. Albert Rivera que su cambio de ruta política a los diez días de haber prometido lo contrario al ángel rubio del centro izquierda, que había pactado con él otra línea muy distinta, era debido «a que habían cambiado las circunstancias». En filología descriptiva hablar de un cambio de circunstancias no tiene nada de incorrecto, pero en filología política o situacional arrumbar todo un programa no puede explicarse aduciendo un simple «cambio de circunstancias», ya que estaríamos ante un suceso cataclismal que desborda el simple empleo del concepto «circunstancial», del que la RAE afirma que se refiere a aquello que «está influido por una situación ocasional» o se refiere livianamente a «tal como van las cosas».


La palabra circunstancia puede ser solemne o irrelevante. Es un término muy abstracto y frágil. Es decir, explicar nada menos que un cambio de 180 grados en lo prometido dos semanas antes para gobernar toda una nación –la cosa es gorda– no justifica el uso de ese displicente «cambio de circunstancias» para liquidar un giro de tal volumen ¿A qué circunstancias podría referirse tan de pasada el Sr. Rajoy? ¿Una guerra, un levantamiento militar, una invasión por parte de los mercados, un error garrafal en la contabilidad del Sr. Montoro, una fuga del ministro de Economía con el tesoro nacional hacia Bruselas? Es como si un oceanógrafo se limitase a explicar un tsunami arrasador explicándolo como una circunstancial y menospreciable subida de la marea.


Yo creo que una frase tan inconveniente podría haberla sugerido al inventor del inmovilismo dinámico su asesor Sr. Hernando, que es un matasiete verbal encargado de mandar a los españoles a hacer gárgaras cuando perjudican el quehacer mental del clan de Génova.


El Sr. Rafael Hernando fue el mismo que dijo algo tan colosal a propósito de la muerte de la Sra. Barberá como eso de que el Partido Popular «apartó» a la difunta exalcaldesa de Valencia para evitar su «linchamiento», aunque «las hienas seguirán mordiéndola». La RAE entiende «apartar» como «disuadir a uno de alguna cosa; hacerle que desista de ella». No toquemos nada, pues, en lo que se refiera a la posible mecánica del desistimiento, pues entrar en la filología política del término sitúa la cuestión en otro horizonte más radical y condenable. En cuanto a la identificación de las «hienas» –que me parece observación inelegante ante muerte tan amarga– no parece tarea dignamente acometible, sobre todo tras la breve y triste manifestación del cuñado de la extinta ante un responsable del PP.


Pero hablábamos de filología. O mejor aún, de ética filológica. El Sr. Rajoy ha vuelto a insistir en que está comprometido con un diálogo permanente y abierto que él representa como un diálogo con las manos tendidas. Un diálogo para que dos tercios de los españoles salgan de la miseria moral y de la estrechez económica. Eso sí, siempre que ese diálogo no le haga renunciar a la política de recortes que sostuvo durante su anterior legislatura ya que tan buenos resultados ha producido según sus apreciaciones, en las que estimo una total mendacidad, pues día tras día las estimas que hacen tanto las instituciones encuestadoras nacionales y extranjeras, como el mismo Banco de España, revelan un rápido declive hacia pobrezas que recuerdan tiempos crueles. Ahora mismo esas instituciones hablan de la extinción de la clase media española, que era el motor del gran consumo.  


Pues bien, con un gesto de lejanía y desinterés Rajoy decide desconocer que solamente el consumo, en cantidad y calidad, es el cimiento de toda economía, tenga el carácter político que tenga. El crecimiento sólo puede medirse correctamente por la renta disponible para el gasto vital, incluso para restaurar un moderado nivel suntuario que actúa como motor de la producción y es el factor de acumulación imprescindible para el crecimiento horizontal de la sociedad, que es el crecimiento que garantiza la sostenibilidad precisa para no caer en un estancamiento que, como saben los mejores y a veces más falsarios expertos, abre de par en par la última puerta al infierno, que es la paradójica puerta de la inflación en la pobreza.


Con una banca que vive de la absorción de la renta social sin contribuir mínimamente a ella; con una exportación del dinero absorto y fugitivo por parte de los patriotas de la globalización; con promesas cínicas y criminales de un futuro que no cuenta los muertos de hoy; con la multiplicación de los medios encargados de la descomposición de la inteligencia de la ciudadanía entregada a la imágenes baratas de héroes ridículos; con todo eso perfectamente visible Rajoy afirma en barbecho mejoras ininteligibles, apoya la dinámica de la corrupción, paga el alquiler de su gobernación a los poderosos y pasa el barato a los dirigentes tribales que le cuidan el coto para la cacerías sin veda. La gente ha dejado de ver, ha dejado de oir, ha dejado de pensar y se va apuntando a las bandas de barrio, que en eso consiste la postmodernidad. Cuando llega el momento de cumplir con un rito de la «democracia», como es la actuación parlamentaria, Rajoy y los suyos sacuden el diccionario y van recogiendo palabras convertidas en ruido. Luego regresan al gallinero y cacarean intensamente para que la sociedad sepa que han puesto un huevo. De madera, claro. Habrá que establecer patrullas populares de filólogos armados que salvaguarden las palabras de su muerte y protejan a los que no saben leer.

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