Cientificar el mito
«Están ganando los científicos que defienden la verdad de la creación frente al relato de la evolución». Esta fue la intervención estrella del exministro de Aznar, Jaime Mayor Oreja, en la cumbre antiaborto celebrada el pasado lunes en el Senado.
Sin entrar en valoraciones de si las instituciones públicas deberían albergar este tipo de eventos, no podemos obviar que esta clase de discursos han logrado introducirse en el debate público, normalizando puntos de vista que hasta el momento habían quedado al margen.
Sin embargo, no es esta la cuestión que pretendo exponer, sino el peligro que supone dotar de una apariencia científica a la mentira y al mito. La ciencia, como pilar fundamental para el progreso, supone una amenaza directa para la tradición, desmintiendo creencias sostenidas en el tiempo y obligando a la rectificación de los defensores más acérrimos de las mismas. Y esto molesta, y mucho. Porque ciertamente puede resultar traumático saber que hemos vivido equivocados, que no estábamos en lo cierto.
De esta forma, como la evidencia empírica de la ciencia es difícilmente rebatible, el ala más temerosa al progreso ha generado su propia ciencia, defendiendo teorías pseudocientíficas alimentadas por bulos y teorías de la conspiración. Es decir, una «ciencia» al servicio de la tradición.
El problema es evidente. En época de angustia, con una ciudadanía desconfiada de la política y de los medios de comunicación, la ciencia debe ser esa rama de conocimiento veraz, y no debemos permitir que sea menospreciada y utilizada de forma macabra por quien no cree en ella.