Barack Obama no es Dios, pero actúa como tal

Poco o nada queda de aquel abogado constitucionalista que hizo campaña contra la guerra de Irak y contra las elásticas definiciones sobre la tortura de su antecesor, George W. Bush. Como atestigua un excelente reportaje de “The New York Times”, Obama supervisa personalmente y semanalmente la guerra secreta de los drones, él decide las nominaciones a ser pulverizado por misiles y como si de un macabro juego de cartas se tratara, suya es la última palabra sobre quién es el siguiente en la lista de ejecuciones sumarias. Solo esta semana, ha decidido matar a al menos 29 personas en Pakistán. En total, los muertos se cuentan por miles, desde Filipinas hasta Libia, aunque especialmente en Pakistán, Afganistán, Yemen y Somalia.

La masificación de los ataques de los drones – uno cada cuatro días– está marcando un cambio de paradigma en la guerra. Protegido por programas ultrasecretos, sin rendir cuentas a nadie ni estar sometido a ninguna normativa internacional, Obama actúa como un ser soberano que decide sobre el «juicio final» y la suerte de personas que, como dicta la regla en estos casos, siempre son «terroristas». Un informe biográfico y un power point sobre el supuesto objetivo que le presentan sus asesores le sirven para decidir. De hecho, ser varón en edad de combatir y residir, por ejemplo, en Waziristán es motivo suficiente para ser tomado por un «terrorista» a abatir. Siguiendo el esquema de a menos riesgo propio, menos frenos para la brutalidad, esta guerra secreta tiende a convertirse en más sangrienta y menos «responsable», en más perversa y cobarde.

Convertido en un halcón de la guerra, el premio Nobel de la Paz debiera decir al mundo cuándo y dónde termina esta deriva mortífera. ¿O es que esta opaca práctica de la muerte donde nada se confirma y nada se desmiente es, de hecho, un rasgo permanente y para siempre del renovado poder de EEUU? Sería exigible un diálogo internacional similar al que siguió la utilización del gas mostaza en la I Guerra Mundial o el armamento atómico en la II Guerra Mundial pero, desgraciadamente, eso es hoy más un desideratum que una próxima realidad.

Los antiguos griegos investían a los dioses con todas las debilidades humanas. Sus juicios no eran ni impecables ni imparciales. Obama no es Dios, pero, sin duda, se siente y actúa –mediante su juicio «divino» y el «castigo final»– como tal.

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