Un plan estratégico de país no admite un enfoque burocrático

Al concluir su mandato de seis meses, la presidencia alemana del Consejo de la Unión Europea ha firmado el pacto comercial con Gran Bretaña para gestionar el postbrexit, ha cerrado un importante acuerdo de inversiones con China tras una negociación de siete años y, una vez inhibido el veto de Polonia y Hungría, la UE ha puesto en marcha el fondo Next Generation. Pueden estar razonablemente satisfechos.

Portugal, cuya presidencia comenzó el 1 de enero, tendrá que implementar esos pactos a la vez que coordina la gestión de la pandemia, cuya tercera ola se muestra ya muy agresiva en varias zonas de Europa. Esa ola, marcada por la expansión de variantes del virus –por ahora la británica, cuyas características están a estudio– y por las consecuencias de la relajación de las medidas por las navidades –que traerán otro test de estrés a los sistemas sanitarios, otro repunte de muertes y otro ciclo de restricciones–, determinarán estos seis meses en el carril de las urgencias. En el otro carril, el estratégico, se debatirá sobre los fondos, sin perder de vista las UCIs.

Un nuevo consenso con muchos límites

Next Generation responde no solo a la crisis del covid-19, sino a la crisis existencial de la UE, que está obligada a impulsar un desarrollo endógeno y coordinado. Teniendo en cuenta el penoso balance de las políticas de austeridad con las que, precisamente de la mano de Alemania, la UE respondió a la crisis de 2008, este plan de recuperación supone un cambio de doctrina. Enfoca la intervención estatal a la inversión y a misiones, en vez de priorizar el control del déficit. Por ahora, claro está, porque la deuda, deuda es.

Uno de los problemas del nuevo consenso del establishment global es que, mientras se formula y se acuerdan las medidas, las inercias neoliberales siguen actuando: no se toma ninguna de las políticas requeridas para solventar la crisis climática; la promesa teórica de la abundancia no sirve de nada a quienes tienen cada vez menos; crecen la desigualdad y el riesgo de pobreza; la fiscalidad sigue sin adaptarse; la desregulación genera nuevas víctimas en diferentes sectores; el poder de las grandes empresas tecnológicas está descontrolado y supera al de los estados; la financiarización y el rentismo siguen saliendo beneficiados frente a actividades productivas y esenciales… Todo ello a gran velocidad.
Que nadie se engañe. El objetivo declarado del nuevo consenso es salvar el sistema: revertir sus desviaciones y, quizás, compensar los desequilibrios en una transición hacia una mayor multipolaridad. Nada más, nada menos, y sin embargo difícil de creer. Movido por el riesgo de colapso, se busca inhibir alternativas radicales.

Una alternativa socialista, feminista y adecuada a una pequeña nación como la vasca, requiere captar el momento y asumir sus prioridades, fortalezas y debilidades. Para empezar, su escala. Su pequeñez, un límite objetivo, la hace apropiada para ciertos experimentos.

Oportunidad perdida para una reflexión crucial

Más allá de la retórica sobre la digitalización y la emergencia climática, los criterios para el reparto de los fondos que marcarán a una generación de europeos y europeas no están claros. Lo que sí se sabe es que serán los estados los que reciban y repartan el dinero entre los territorios. La falta de soberanía va a volver a penalizar la capacidad de desarrollo de Euskal Herria.

Las administraciones vascas han diseñado sus planes a medio camino entre el marketing político y el examen burocrático. “Reactivar Navarra / Nafarroa Suspertu” y “Euskadi Next” tienen aroma a consultorías dedicadas a la captura de fondos públicos. Están bien escritas, pero con sesgos y lagunas importantes. Por ejemplo, en el contexto europeo, tendría sentido que se impulsase la Eurorregión Nueva Aquitania-CAV-Nafarroa, pero solo aparece en el informe navarro, no en el de la CAV.
Fuentes europeas dicen que habrá un mayor seguimiento del gasto, de las partidas y del desarrollo de los proyectos. Si es así, las desviaciones en plazos y presupuestos, habituales en nuestro entorno, se van a penalizar. Cambiar esa cultura clientelar ya sería algo.

Con todo, el mayor déficit de estos planes es la falta de participación social. El plan navarro la contempla, pero el Gobierno de Gasteiz la rechaza. Un debate estratégico de esa envergadura requiere contraste, cooperación, discrepancias y consensos. Un plan que quiere ser para generaciones requiere un debate abierto y serio.

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