Aunque a veces no es fácil poner fecha exacta al inicio de una contienda bélica, pues estas siempre llegan precedidas de hostilidades y agravios, el 15 de enero de 1991 expiró la fecha límite fijada por el Consejo de Seguridad de la ONU a Irak para que sacara su Ejército de Kuwait, país que había ocupado en agosto del año anterior. Y como no lo hizo, puede decirse que ese es el día en que oficialmente estalló la primera Guerra del Golfo. «La madre de todas las batallas», en palabras del presidente iraquí Saddam Hussein, que los estadounidenses denominaron ampulosamente 'Operación Tormenta del Desierto'.
«Al cumplirse hoy el plazo impuesto por el Consejo General de la ONU a Bagdad para que se retire de Kuwait, todo parece propicio para la guerra», alertaba 'Egin' en su portada. Así fue. Acabado el ultimatum, la noche del día siguiente un centenar de misiles Tomahawk disparados desde barcos estacionados en aguas del Mar Rojo y el Golfo Pérsico golpearon objetivos políticos y militares, abriendo una contienda desigual y decidida de antemano. El Ejército de Irak apenas fue rival para una coalición encabezada por EEUU que había logrado reunir a un millón de soldados, miles de tanques, decenas de navíos de guerra y casi dos mil aviones.
«Hubo más de una razón en el origen de la invasión iraquí de Kuwait, pero el terrible balance de la guerra contra Irán pesó mucho»
¿Qué motivó la invasión de Kuwait, un movimiento que visto el resultado cualquiera habría desechado? Como ocurre con frecuencia, hubo más de una razón, pero en la raíz estuvo la guerra entre Irak e Irán (1980-1988) que concluyó sin vencedor claro y con dos países económica y anímicamente derrotados. El coste en vidas –más de un millón– y el daño a la economía iraquí e iraní fueron terribles, lo que redundó en cifras de paro inéditas y un enorme gasto para acometer la reconstrucción.
En ese contexto, Hussein, quien tras llegar al poder en 1979 había realineado sus intereses con los de Occidente, minado las relaciones con Moscú y emprendido una espiral agresiva respecto a Irán, que desembocó en la guerra de los 80, decidió entrar a sangre y fuego en Kuwait.
Oficialmente, utilizó como argumento para la invasión el supuesto robo de petróleo por parte kuwaití en yacimientos ubicados «en territorio nacional iraquí», y la venta de crudo a 14 dólares el barril, en vez de los 18 que había fijado la OPEP, causando un importante perjuicio a la maltrecha economía de su país. Aunque curiosamente, o no, el pequeño emirato había sido uno de los principales financiadores de Irak en su guerra contra la República Islámica, por la que acumulaba una deuda de 80.000 millones de dólares. Invadiendo a uno de sus acreedores Bagdad saldaba una buena porción de esa deuda.
Pero más alla de las razones económicas había también un importante componente político en la maniobra. Por un lado, Irak anhelaba una salida óptima al mar que Kuwait podía proporcionarle. Por otro, en un mundo árabe sin referente claro tras la muerte de Gamal Abdel Nasser, Saddam Hussein aspiraba a hacerse con ese liderazgo. Junto a ello, el presidente iraquí sentía que, tras alentar su enfrentamiento militar con Irán, Occidente le había dejado en la estacada y que ocupar Kuwait era, en ese sentido, cobrarse una deuda.
El malo de la película
Por supuesto, los principales actores globales no compartieron esa visión. La URSS, antiguo aliado, anunció la suspensión del suministro de armas a Irak y exigió la retirada inmediata de sus tropas de Kuwait, valorando que «contradice los intereses de los estados árabes y plantea dificultades de solución de las disputas en Oriente Medio». En el otro extremo, EEUU calificó la invasión de «amenaza extraordinaria» para su seguridad, y adoptó sanciones diplomáticas y económicas, aunque en un primer momento dijo, por boca de George Bush, que no iba a intervenir militarmente.
Sin embargo, con el paso de las semanas esa primera situación de impasse fue mutando hacia posiciones claramente bélicas, hasta que en enero de 1991, con el aval del Consejo General de la ONU, cayeron las primeras bombas ante la mirada de una opinión pública internacional que, por primera vez, pudo seguir la guerra prácticamente en directo. Aunque, eso sí, lo hizo con un estricto control de los medios y la CNN ejerciendo de correa de transmisión del Ejército yanqui.
«Una década más tarde, a raíz de los atentados del 11-S, otro Bush, hijo del anterior, volvió a poner el foco sobre Irak e inició una nueva guerra que acabó con Hussein muerto, Irak arrasado y la región en llamas»
El 28 de febrero, apenas mes y medio después, Irak se rindió y aceptó restaurar la soberanía kuwaití. Las Naciones Unidas le impusieron un duro embargo, que produjo gravísimos trastornos sociales y económicos en el país. Sorpresivamente, se permitió a Hussein seguir al frente del Gobierno, pero para entonces ya estaba marcado como el malo de la película en el guion occidental.
Una década más tarde, cuando las torres gemelas cayeron, otro Bush, hijo del anterior, fijó otra vez su foco en Irak y la diana sobre Saddam. Bajo el pretexto, falso, de que tenía armas de destrucción masiva y vínculos con Al Qaeda, EEUU volvió a cargar contra Bagdad, esa vez con ánimo de arrasar. No solo a Hussein –ahorcado el 30 de diciembre de 2006– o su Gobierno, sino todo el país y la esperanza de paz y estabilidad de una región que todavía lo está pagando.