Nestor Basterretxea, de cuyo nacimiento se cumplen en este 2024 cien años, falleció el 12 de julio de 2014, apenas dos meses después de haber cumplido 90. El polifacético artista de Bermeo, cuya obra está siendo objeto de varias exposiciones durante este año con motivo del centenario de su nacimiento, fue sin duda uno de los creadores vascos más importantes del siglo XX.
«Intenso, comprometido e innovador, Basterretxea, un grande del arte vasco», titulaba Mikel Zubimendi el obituario publicado al día siguiente en GARA. «Néstor Basterretxea, artista multifacético y autor de una obra extensa y exitosa que ha marcado el devenir de la cultura vasca, fallecía en la madrugada de ayer en el caserío de Idurmendieta, en Hondarribia, donde residía. Murió a sus 90 años de edad, 'cercana a la de las grandes tortugas y de algunos paquidermos que han perdido la brújula de sus caminos', con la salud deteriorada. Pero siguió creando con pasión hasta el final 'porque un artista no se jubila nunca'», se puede leer en la entradilla.
Mucho se ha escrito sobre el artista y su obra, pero en este caso nos ha parecido interesante recuperar la entrevista realizada por Fermin Munarriz en junio de 2010, donde Basterretxea repasa su intensa vida y su visión sobre el arte.
Néstor Basterretxea:
«Un pueblo capaz de crear una lengua propia tiene una talla política tremenda»
Fermin Munarriz
Creció en el exilio. A su vuelta cultivó estilos diferentes, pero siempre en la vanguardia que revolucionó el arte vasco en la segunda mitad del siglo XX. Indagó en lo más íntimo de la cosmogonía de los ancestros y convirtió en escultura lo que solo era palabra. Es uno de los creadores vascos más importante de todos los tiempos. Y confía en la fuerza del arte.
Forma parte de una generación que liberó el arte vasco del costumbrismo mediante las corrientes de vanguardia...
Nuestra generación fue la siguiente a la de grandes pintores vascos que se habían instalado en un estilo figurativo, a pesar de que todos fueron a París cuando allí se estaba renovando el arte. Volvieron sin adaptarse a ninguna novedad. No se contagiaron de aquella fiebre tan importante: la invención del cubismo, el arte abstracto...
Nosotros, en cambio, nos integramos más en esa herencia, desde la Bauhaus alemana, los nuevos movimientos, también las individualidades... Aquella gente, sencillamente, cambió la visión del arte. Cuando el pintor ruso [Wassily] Kandinsky dice en el año 1925 que la línea, la forma, el color y el volumen son suficientes para constituir una obra de arte, ahí nace la abstracción. Eso es el arte abstracto, la capacidad de creación sin ningún apoyo exterior. Los que pintan figurativo ya tienen la mitad hecha: ahí está el árbol, el efecto de luz... Y ellos hacen la otra mitad. Nosotros, no; nosotros pensábamos que había que crear ese mundo propio enteramente, sin ayuda. Eso fue un cambio fundamental.
Entonces -final de los años cincuenta- usted era pintor...
Sí, yo era pintor, pero me pasé a la escultura cuando me di cuenta de que los dibujos lineales, abstractos, que yo pintaba en un plano hacían que éste se levantara o retrocediera visualmente, según fuera la forma de la curva y el diseño. Un día cogí una hojalata y con una tijera hice físicamente lo que imaginaba mentalmente. Ahí nació para mí la tercera dimensión y empecé a meterme en la escultura. No se parecía en nada a la de Oteiza, con quien vivía. Eran dos maneras de concebir. Él iba por otros derroteros. Desde entonces, la abstracción está en la base de casi todas mis esculturas.
Pero ha hecho algunas concesiones, como la serie de estelas discoidales o sobre mitología...
A veces el tema obliga a una cierta concesión, a hacer una abstracción que no es entera; por ejemplo, la serie «Cosmogonía Vasca». La hice así porque heredamos el euskara sin ninguna iconografía, sin imágenes. Y yo digo que un pueblo que es capaz de crear una lengua propia tiene una talla intelectual y poética tremenda. Me impresionó que no existieran signos gráficos. Será que los vascos dábamos más importancia a hablar que a la imagen. Entonces, ¿qué hago? Me acordé de la mitología.
¿Por qué la mitología?
Porque era un tema que tenía una profundidad histórica y prehistórica nuestra, no era prestada. Algunos me reprocharon cómo me había vuelto tan atrás. Pues porque la mitología nunca ha sido una memoria con un arte que la anime. Siempre se ha hecho el monstruo de un solo ojo que rapta a la chica guapa que va a la cueva y allí va el novio y no sé qué... Como un cómic. Y yo dije no... Quiero traducir esto en arte. Y sobre todo, en escultura. Y ahí me encontré con dieciocho deidades –no se puede decir dioses porque no tenían ese rango de los griegos porque el país es pobre–.
Cuando nos extrañamos de algunas reacciones de los vascos –en política, por ejemplo–, igual es porque olvidamos que también somos hijos de aquellos que creían en esa mitología. Te modernizas, pero algo queda...
¿Es su arte otra expresión de la antropología?
Es diferente porque antes no ha habido ninguna expresión. La mitología ha sido algo hablado o leído, pero no ha tenido una consideración estética de primer orden, y eso es lo que yo he hecho. Por la literatura te enteras del carácter de los personajes y descubres que éramos un pueblo pobre. No hay exaltación de la belleza ni del amor...
¿Somos sobrios, funcionales quizás...?
Sí, somos sobrios, un poco aldeanos, fuertes... Pero así hemos sido y me alegro de haberme metido ahí y de haber entendido un poco mejor lo vasco.
¿La magia de los ancestros está presente también en su obra?
Sí, en realidad todo es magia. Está en cualquiera de los personajes. A mí me tocó estructurar eso en una escultura válida en el arte moderno. Yo quería hacer una creación, recrear desde el arte moderno. Y ahí, como decía antes, la abstracción pura no cabe...
Una especie de interpretación del impulso de los primeros pobladores de esta tierra...
Podemos llamarlo así entre los que tienen una voluntad de alcanzar aquellas ideas tan antiquísimas que nos formaron. Hay una cosa curiosísima aquí: cuando dibujaban en las cuevas, lo hacían con un realismo tan maravilloso que pienso que también hablaban bien. No se puede hacer un caballo o un bisonte con esa delicadeza y luego hablar uuuuggg.... No, no... Y así habría nacido el euskara, desde aquella oscuridad.
Es verdad que hay una atracción tremenda hacia el mundo de los ancestros. Ocurre en los pueblos, como el vasco, que nos mantenemos en un mundo complejo pero unido –por lo menos racialmente–. Seguramente en otros sitios no existe eso. Quizás por ello podemos alcanzar esa conciencia. Porque todavía casi no nos hemos abierto al mundo; ahora nos estamos abriendo.
¿Existe un nexo de unión entre las pinturas rupestres de Ekain, Altxerri, Santimamiñe, Otsozelai... con la obra de un artista contemporáneo?
Una vez visité [la cueva de] Altxerri con [el arqueólogo] Jesús Altuna y me enseñó un grupo de caballitos pintados en la pared. Le dije: «Esos caballitos los he dibujado yo». «¿¡Cómo!?» [risas]... «No, hombre, ésos no los he hecho yo, pero sí he dibujado unos iguales, exactos, sin conocer éstos...». Es verdad que hay una continuidad, una hermandad mundial entre los artistas...
¿Recuerda qué pintó en su primer cuadro?
Pinté mi primer cuadro en San Juan de Luz, estando refugiado con mi familia, con 13 años. Salía al balcón de la casa que teníamos y pinté con acuarela todos los tejaditos y, al fondo, la iglesia. Creo que lo conservo.
El exilio le llevó a Buenos Aires, donde conoció a Jorge Oteiza. ¿Cómo fue aquel encuentro?
Descubrí al artista más genial que ha habido en este país. Oteiza había ido a Popayán –Colombia–, llamado por el gobierno, pero un día hizo lo que solía hacer: discutió tan fuerte con el ministro de Cultura que le despachó del país. Llegó a Buenos Aires hecho polvo. Allí le conocí yo, en una situación realmente dramática. Para ganarse la vida hacía máscaras para muertos, a veces no le pagaban... Yo le ayudaba en lo que podía. Un día me dijo «Néstor, yo me voy a casa de mis padres, que están en Madrid, porque aquí me voy a morir de hambre». En Madrid tuvo la suerte de encontrarse con alguien ilusionado con sus ideas artísticas y ganó el concurso de la basílica de Arantzazu.
¿Fue él quien le animó a presentarse al concurso para pintar los murales de la cripta?
En Buenos Aires me enteré de que Oteiza había ganado lo de Arantzazu. Me puse muy contento, y al casarme me vine para aquí de viaje de novios, pero si estaba más de treinta días me enviaban al servicio militar. Tenía 27 años. Cuando llegué fui a visitar a Oteiza y me convenció para que me presentara al concurso. Había unos quince pintores aspirantes, mucho mayores que yo todos. ¡Y gano yo! Pero como pasaba del mes de estancia, me cogieron y me mandaron a África a hacer la mili...
Pero para cuando le enviaron a África ya había comenzado a pintar en Arantzazu...
Sí, para cuando me llevaron yo ya había empezado a trabajar. La mili fue una interrupción de nueve meses. Eran más, pero como protestaba mucho...
Una comisión de arte sacro ordenó parar los trabajos en 1955. ¿Qué explicación les dieron?
Eso fue un drama tremendo en mi vida, más que el servicio militar. Aquí [en Gipuzkoa] había un obispo catalán, Font Andreu, antivasco, que envenenó a los frailes de Aranzazu diciéndoles que aquello no era una obra para la iglesia, que era una modernidad... Y lo mío no era abstracto, ¡eh! Era figurativo, pero expresionista. Es que la Iglesia es la puñeta; desde su inicio ha pedido a los artistas un testimonio figurativo de cosas que son metafísicas. ¡Joder, cómo vas a hacer a Dios, la eternidad...! ¿¡Qué es eso!? Claro, yo hacía otras cosas. Entonces se metieron, nos insultaron, nos dijeron que éramos maricones, comunistas, ateos... todo lo que en el régimen de Franco era... El Vaticano nos obligó a presentar un informe. Dijeron que nuestro arte era «brutalista» y nos echaron de allá. Alguien falsificó el documento porque los del Vaticano nos condenaban pero en una posdata ponían que no tenía ninguna validez fuera de Italia. Entonces fue cuando Oteiza y yo, con nuestras familias, decidimos vivir juntos. Y construimos la casa de Irun.
Antes de marcharse, una mano anónima borró su trabajo de todo un año: once de los dieciocho murales proyectados. ¿Qué supuso aquello para usted?
Una noche despertaron a los niños, a los futuros frailes –veinte o treinta– y una docena de frailes fueron con baldes de agua, escaleras, trapos... y me borraron once murales. ¡Casi me muero! Aprovecharon un viaje a Madrid. Al volver, bajé a la cripta, estaba a oscuras. Había un padre al fondo y le dije: «Padre, encienda la luz, por favor». La encendió y se escapó. Me quedé... ¿Dónde están las figuras? Todo gris, pintado de gris... Tuve un choque de esos... Me quedé mudo, como muerto. ¿Pero dónde está todo lo que he pintado?
Durante muchos años no le pidieron siquiera disculpas...
Durante muchos años yo me he dedicado a llamarles de todo, hasta que un día vinieron los superiores [de Arantzazu] y me dijeron: «Basterretxea, nos estás haciendo polvo». Y les dije: «Yo os perdono si públicamente me pedís perdón». Al final me pidieron perdón en una revista que tienen ellos, después se habló en la prensa... Echaron balones fuera un poco diciendo que era el régimen de Franco... Mentira, de Franco, nada. Era que no tenían ninguna cultura artística y se dejaron engañar por aquél bandolero de obispo catalán...
No obstante, 27 años más tarde, pintó la cripta de Arantzazu...
Veintisiete años más tarde, pensé: ¿voy a morir sin pintar Arantzazu? Hablé con el presidente de la Diputación de Gipuzkoa y puso el dinero necesario. Subí a Arantzazu y los frailes me preguntaron qué iba a pintar: «¿Aquello que te borramos?». Y les dije: «No, primero porque me lo borrasteis y luego porque yo soy otro Basterretxea, y vosotros, no, porque andáis para atrás. Y voy a hacer lo que me da la gana». Hice lo que está ahora, una cosa mucho mejor, mucho más libre, más moderna, colorida, qué cojones... Al final hemos hecho las paces. Está bien; tampoco me quería morir así...
Perteneció al grupo Gaur, paradigma de la búsqueda de una identidad estética. ¿Por qué se rompió aquel grupo de artistas?
El grupo Gaur [creado en 1966] fue una idea de Oteiza; le interesaba saber quiénes estaban en el mundo del arte, porque no nos conocíamos todos. Hizo una lista en la que estábamos Chillida, Mendiburu, yo... La verdad es que fue una lista potente, poderosa. A la vez se hizo otra en Vizcaya, en Álava, en Navarra... Pasó lo de siempre: Oteiza y Chillida se liaron a discusiones feroces...
¿Sobre arte?
No, sobre comportamientos... Yo me incliné a favor de Oteiza. Mendiburu, también. Balerdi, a favor de Chillida... Total que ahí se cortó todo. Y como cortamos nosotros, los demás no sobrevivieron, no había fuerza. Fue una pena porque la idea era buena. A partir de entonces hemos pecado de exceso de individualismo. No sé si es una cosa de tipo vasco o no tiene nada que ver, pero me extraña la soledad que vivimos entre los artistas.
¿Y rompieron definitivamente?
Con Chillida algunos tuvimos una relación corta. Yo desde el principio –y sin tener nada contra Chillida- le tuve a Oteiza como el mayor, porque la imaginación creadora de Jorge, el alma que ponía en las cosas, la inventiva, incluso las mentiras... creaban un mundo de una riqueza que a todos nos alcanzaba. Chillida era un hombre retraído, yo diría que bastante engreído, y pronto decidió romper con nosotros del todo para volar solo. Nos demostró unos detalles muy feos, muy negativos; no era fácil perdonarle. Y eso me llevó a mí, sencillamente, a no tratarle. No me he entendido con él. Nunca le he juzgado como escultor –que era un gran escultor–, pero sí como persona porque en ese sentido la gente está muy despistada con la personalidad de Chillida.
Hablaba de la incomunicación entre artistas... ¿Le parece deseable un espacio de encuentro entre creadores vascos?
Yo lo desearía... [silencio]. Creo que sería difícil porque en un proyecto común hay una suma de proyectos personales y no sé si tenemos la elasticidad suficiente como para reconocernos –no nosotros, que somos mayores– entre los jóvenes... Podría ser una audiencia de cien artistas, con una serie de propuestas que tuvieran estatura nacional. Muchos de ellos –la mayoría– tendrían que conceder a otros esa capacidad... Son muchas cosas para combinar, pero no es imposible. Eso nos lo debería proponer alguien...
¿De otros ámbitos o de fuera del país...?
De fuera del país; por ejemplo, un museo alemán que quisiera conocer el perfil del País Vasco. Aquí dentro no lo creo posible porque en los estadios oficiales no existe una sensibilidad estética suficiente como para eso. Celebran que haya artistas buenos, pero no le dan importancia. Por eso digo que si viniera de fuera... Por ejemplo, una universidad americana que dijese: «A ver ese pueblo tan extraño, complejo y difícil...». Es una idea.
Al margen del ámbito de los artistas, ¿cree que los vascos somos capaces de compartir un proyecto común de nación?
Yo estoy en eso... Creo que somos muchos, pero estamos profundamente divididos y ahí habría que hacer un cambio en las mentalidades. Haría falta alguien que supiera sintetizar el espíritu, alguien que fuera respetado por todos –eso es importante–. Es difícil pero muy interesante. Y seguramente muy necesario porque con tantas divisiones... qué más quieren nuestros enemigos.
En más de una ocasión ha abogado por acciones comunes entre artistas del norte y del sur de Euskal Herria. ¿Podría ser el arte un vehículo para acercar los dos lados del país?
Sí, podría ser una manera de acercar los dos lados del país porque el arte es muy fuerte; si es brillante, sincero y posee garra, el arte es muy convincente.
¿Mediante qué tipo de acciones podría impulsarse eso?
Se podrían hacer exposiciones colectivas. ¿Qué es esto de que a veinte kilómetros no nos conozcamos? Ni ellos a nosotros ni nosotros a ellos... Lo que tenemos que hacer es decir «¡no hay frontera!». Aquí hay un pueblo entero, el vasco. La idea de la frontera y del río nos deforma demasiado, nos divide. Hay ríos que unen y otros desunen...