1977/2024 , 3 août

Mikel Zubimendi
Aktualitateko erredaktorea / redactor de actualidad

Juan Carlos I se da a la fuga, no por rey, sino por presunto ladrón

Casi a escondidas y por sorpresa, asediado por escándalos, embrollos y bombas informativas, Juan Carlos I hizo las maletas para fugarse a Abu Dabi. No hizo nada que no hubieran hecho antes los Borbones: vivir como reyes bajo la sospecha de robar a espuertas.

Juan Carlos I, en unas maniobras militares del Ejército del Aire español en el aeródromo de Ablitas.
Juan Carlos I, en unas maniobras militares del Ejército del Aire español en el aeródromo de Ablitas. (Iñigo Uriz | FOKU)

El vodevil fue grotesco, esperpéntico: una fuga pueril y trasnochada del que fuera jefe de Estado. Algo insólito que provocó el hazmerreír de toda la comunidad europea, que no salía de su asombro. «¿Dónde puñetas se encuentra el rey?», se preguntaba el público tras conocerse la noticia.

El comportamiento errático de la Casa Real y del Gobierno era un verdadero desprecio a la inteligencia, una maniobra que buscaba evitar que sus escándalos dañasen aún más a la ya dañada institución monárquica.

Fue un 3 de agosto del 2020, inicio de vacaciones de verano muy marcadas por el coronavirus. A los días se supo que Juan Carlos I hizo las maletas para instalarse, casi a escondidas y por sorpresa, en Abu Dabi. Mientras tanto, el deep state (Estado profundo) español se encargaba de proteger a su hijo, Felipe VI.

Juan Carlos I entró de la mano del genocida Francisco Franco y se marchó en avión. El emérito se fue, pero emérito siguió, renunció a perder tal condición. Llevaba años en caída libre y comunicó a Felipe VI su «meditada decisión» ante la «repercusión pública» del tsunami de escándalos, embrollos y bombas informativas que levantaban día sí y día también un mar de dudas sobre las actividades que, de forma paralela a su papel de Jefe de Estado –o valiéndose de ello–, mantuvo durante su reinado. Se exilió «para contribuir» a que el jefe del Estado pueda desarrollar su función «desde la tranquilidad y el sosiego» que el cargo requiere, según la carta que difundió la Casa Real.

En realidad, Juan Carlos I no hizo nada diferente que los Borbones no hubieran hecho en el pretérito: vivir como reyes, alejados de la penuria de la población y acusados de robar a espuertas. Era toda una tradición entre los Borbones. En 1854, María Cristina de Borbón, reina consorte de Fernando VII, fue expulsada por ladrona; en 1868, su hija Isabel II se fue al exilio, además de por su complicada vida amorosa, por el robo de unas alhajas de la Corona. Antes marchó Carlos IV y, más recientemente Alfonso XIII, el último Borbón que reinó hasta que llegó su nieto Juan Carlos I, que emprendió el camino del exilio a Italia tras la victoria del Frente Popular en las elecciones municipales del año 1931, y cómo no, con un botín considerable.

Cercado por la Justicia, a un paso del banquillo y con toneladas de trapos sucios, la prensa publicaba cómo Juan Carlos I metía miles de euros en billetes por los controles del aeropuerto de Barajas (Madrid) provenientes de su fortuna secreta en Suiza y que tenía una máquina de contar dinero en Zarzuela.

También apareció el nombre de su examante Corinna Larsen, a la que Juan Carlos I reclamó 65 millones de euros después de abdicar. Provenían de una «importante donación» que recibió del rey de Arabia Saudí relacionados con los pagos tras la adjudicación a empresas españolas de las obras del AVE a La Meca y que ascendieron a 100 millones de dólares. Donación por la que los técnicos de Hacienda estimaron que Juan Carlos I debería haber pagado 52 millones de euros al fisco. Así mismo, recibió un ático de lujo en Londres tras abdicar, comprado por Omán, que luego revendió. Al menos 20 millones desaparecieron en su venta realizada en las Islas Vírgenes, un opaco paraíso fiscal.

Enriquecimiento ilícito, evasión de impuestos, comisiones y mordidas... Aunque eran evidentes los delitos, la Justicia española, por unos motivos u otros, por prescripción o inviolabilidad, fue cerrando todas las causas que pudieran haberlo puesto ante los tribunales.

Primaron los autoexilios conmovedores en nombre de la patria y otros gestos supuestamente patrióticos. Y es que la responsabilidad no era exclusiva del antiguo monarca; los políticos de diferentes partidos, particularmente del PSOE y del PP, los cortesanos y los propios medios de comunicación dominantes miraban para otro lado con la excusa de que la monarquía se tenía que asentar para «fortalecer la democracia». En otras palabras, hacer la vista gorda y taparse la nariz en «defensa de España».

Aunque fueran de más a menos, Juan Carlos I siempre gozó de simpatías impostadas, incluso de numerosos republicanos que afirmaban ser «juancarlistas», pero no monárquicos. El Borbón era, así decía la prensa, de trato fácil y campechano. La ideología «juancarlista» ganaba adeptos hasta reclutar un ejército de agasajadores que se arremolinaba en torno a él.

Pero también hubo esquinas nunca bien iluminadas: por ejemplo, su papel en el (auto)golpe de Estado de 1981. Aunque fue presentado como el «salvador de la democracia», muchos analistas siguen creyendo que incitó el golpe. Su vida privada, jalonada de un reguero de amantes, nunca fue cuestionada por los ciudadanos, ya que pertenecía al ámbito privado. La transparencia brillaba por su ausencia en su desempeño.

Y en esa oscuridad se coció la operación de huida del exmonarca, pensada, diseñada e implementada como una operación de Estado. Con el acuerdo explícito de la Casa Real, del principal partido del gobierno y de la oposición, y el de los poderes reales cuya larga y dilatada sombra han atenazado y constreñido las ansias de libertad de los pueblos y la ciudadanía del Estado desde la fatídica fecha en la que por fin lograron –todos los reaccionarios sublevados– instaurar el golpe fascista en abril de 1939.