Ya ha pasado la Copa América (creo). No estoy muy seguro porque no he conseguido enterarme de los rudimentos básicos del evento: ni cuándo empezaba, ni cuál era su punto culminante, ni quién competía, ni quién ha ganado (¿ha ganado ya alguien?). No es que yo haya hecho esfuerzos por no enterarme, es que nadie a mi alrededor ha mostrado el más mínimo interés por una competención que se vendió poco menos que como unas olimpiadas pero de la que todo el mundo ha pasado olímpicamente.La actitud indiferente del barcelonés normal hacia la competición de vela ha sido prueba fehaciente del poco recorrido que tenía la Copa América como espectáculo de masas. Ningún local ha visto las regatas, pocos visitantes han llegado a Barcelona para presenciarlas y ni siquiera la hostelería de la zona supuestamente más beneficiada es ahora entusiasta con el evento.La realidad es que, en este caso, la cosa es bastante más descarada que los habituales trucos de trilero al que nos tienen acostumbrados los macroeventos que se estilan por aquí. En la Copa América el común de los mortales ni siquiera tenemos nada que ver, es solo una inyección de capital público en manos de unos agentes privados que practican un deporte de absoluta élite. No hay espectáculo, no hay consumismo de masas, solo hay dinero de todos pagando una fiesta a la que casi nadie está invitado.Los eventos deportivos son, en esta década, lo que el binomio de ladrillo y costa fue en la primera década del siglo. La pasada de la Copa América es, en realidad, lo transparente que es todo. Y también es, por cierto, un buen recordatorio de lo que han hecho algunos partidos en las instituciones. Porque esta edición barcelonesa nació con el impulso de los lobbies del rancio empresariado catalán y apadrinada por el PSC, pero no habría sido posible sin el apoyo entusiasta del Ayuntamiento de Ada Colau y la Generalitat de Pere Aragonès. Dos políticos que, casualmente, ni siquiera han sobrevivido en el cargo para ver su triste obra.