Aunque parezca paradójico, en ello consiste la clave de su éxito. La llamada sociedad de la comunicación reproduce un mundo en el que se organizan las «no relaciones sociales», es decir, la incomunicabilidad. La enfermedad mental cabalga a ritmos vertiginosos: depresión, ansiedad, angustia, desasosiego, incertidumbre permanente, miedo al otro, desconfianza, confusión, estrés, cansancio crónico, entre otras, son su sintomatología fabricada, y cada vez más generalizada, que se normaliza a medida que el desarrollo tecnológico, al servicio del mercantilismo acumulativo, crea nuevas formas de aislar para someter a un sujeto que se cree acompañado, que se siente aceptado y reconocido con un solo clic virtual, que habla con amigos imaginarios a quienes no conoce, que se considera libre e independiente en el sórdido ciberespacio de una pantalla.Esta sociedad de la incomunicación construye una subjetividad de vidas enfermizas. Para su gestión, en términos de soportabilidad, nos venden remedios mágicos, eso sí, solo a quienes puedan pagarlos: espectáculos de masas, medicalización y todo tipo de drogas calmantes o excitantes, consumo exacerbado, por no decir la infinita suerte de artilugios destinados a hacernos sentir más seguros, cómodos y presuntamente aceptados y cortejados. Mientras, las relaciones cimentadas en el estar sin prisa, en los encuentros cara a cara, en la capacidad de convertir los dogmas y afirmaciones en los que nos atrincheramos en preguntas y nuevas experiencias, mediante el diálogo y la acción colectiva, se van devaluando con la misma velocidad con la que crece el fingimiento de un futuro de felicidad permanente, y la convicción inyectada de que hemos venido a este mundo a ganar, a ser superiores al otro, en definitiva, a enfrentarnos y no a entendernos y apoyarnos. Por suerte, todavía muchas personas y colectividades, a quienes se nos ve como a bichos raros a exterminar, vivimos en una estratosfera alejada de los satélites espaciales que tratan de manipularnos como a marionetas rotas.