Andoni Lubaki

Espías en el desierto (1): Silencios

Polisario-redada
Foto-archivo-Polisario1

Ahmed Erguibi espera sentado en un café de la Avenida Smara de Laayoune, debajo
de un piso franco de la policía secreta marroquí. En la cafetería reina el silencio, es de
noche y la situación política no invita a jolgorios ni algarabías. El Polisario está cerca
de la ciudad. Nadie duda de que la guerrilla de liberación llegará pronto. A lo largo de
día se podían ver colonos marroquíes abandonando lo que hasta entonces habían
sido sus hogares para dirigirse a la zona norte, la tierra que les vio nacer.
La ciudad se ve envuelta en un doble silencio. Un silencio que se aposenta en las
calles de la periferia como un manto de arena después de un siroco. Un silencio que lo
inunda todo de un “no ruido” casi inquebrantable, asemejándose a un escenario
sombrío donde una tensa quietud es dueña y señora de la noche.


El otro silencio es de aquellos que como Ahmed Erguibi saben y callan. Un silencio
que a diferencia del primero no es tangible. Ahmed cumple su misión sin articular
palabra. Es el silencio del que arriesga su vida.


10 días después de Ramadán a Ahmed todavía le cuesta retomar la rutina. Absorto en
sus pensamientos echa más terrones de azúcar al té. Las imágenes de la televisión
hablan de las noticias del día, pero él no les presta atención. No le interesan. Su
mente está absorta en otras cuestiones. Ve su imagen reflejada en los espejos de la
pared, oscurecidos por el paso del tiempo y por el humo de los cigarrillos. El retrato de
Hassan II colgado en la parte superior parece controlarlo todo con su mirada. El espejo
le devuelve una mirada fatigada con profundas ojeras y ojos enrojecidos signos
visibles de un estado de alerta permanente. Revisa una y otra vez los bolsillos de su
cazadora de cuero traída desde Canarias por un marinero español amigo suyo, en
busca del mechero que encienda su cigarrillo Marqueeze. La escena es rutinaria.
Ahmed se sienta siempre en el mismo sitio, toma el mismo té y fuma el mismo número de cigarrillos desde hace 5 años.
En el instante en que decide abandonar el café, un chico sudoroso, escuálido y con los
ojos fuera de su órbita entra en el local de manera precipitada. Se sienta en una
esquina fuera de las miradas curiosas, cruza los pies y los mueve arriba y abajo en un
baile de San Vito constante, muestra evidente de su nerviosismo. La mirada atenta de
Ahmed lo percibe y espera a ver la reacción de ese nuevo actor que se incorpora a la
obra que dura demasiados años ya. Enciende el primer cigarrillo mientras el camarero
le pregunta qué quiere tomar. El delgaducho espeta que espera a alguien y que de
momento no tomará nada. Ahmed se impacienta pero intenta controlarse. El chico
fuma en cuatro bocanadas el cigarrillo. Lo apaga y en ese momento cruzan sus
miradas a través del espejo. Enciende su segundo cigarrillo mientras mantienen sus
miradas. De manera súbita Ahmed abandona el local dejando al muchacho inhalando
el humo de su cigarro, rodea el edificio, se dirige al coche, lo arranca y se marcha del
lugar dirección Foum El Oued (la playa de la ciudad).
Nada más salir de Laayoune, un control policial ordena parar el vehículo.
Sospechosamente instalado en un lugar poco transitado a estas horas, se instala el
tercer silencio dentro del coche de Ahmed. Es el silencio del miedo.