Tras la disolución presidencial de la cámara baja, en la primera vuelta de las legislativas, la mayoría de los electores mandaron un mensaje nítido: no queremos a Macron. En la segunda vuelta, a ese recado se le sumó otro: tampoco queremos a la extrema derecha. Casi dos meses después, la reacción del pirómano inquilino del Elíseo, ese que quería transformar la política francesa y romper con los viejos estereotipos, ha sido la siguiente: me la suda. Y a pesar de que la izquierda logró acabar primera en el último esprint electoral, el puesto de primer ministro que en esta república presidencial propone y dispone el presidente ha sido otorgado a un viejo conocido político neogaullista cuyo partido no llegó a obtener ni el 7% de los sufragios en las recientes legislativas. Hombre para todo, desde ministro de Medioambiente a ministro de Agricultura y Pesca pasando por la cartera de Exteriores, sin olvidar su pasado como comisario europeo y su jefatura en la negociación del Brexit, Michel Barnier es el comodín que ha encontrado Macron para evitar que Marine Le Pen se sume a la moción de censura de la izquierda. Lo que viene a confirmar que lo que disolvió Macron el pasado mes de junio no fue el Parlamento, sino el propio sistema republicano al que le queda poco para descomponerse del todo y alimentar con sus despojos a la extrema derecha.