El pasado 7 de noviembre, Jean-Noël Barrot, ministro de Asuntos Exteriores, de visita en Tierra Santa, tenía previsto entrar en la iglesia Eleona del Monte de los Olivos, un templo bajo dominio francés. Pero para sorpresa general, los dos gendarmes que la custodiaban fueron arrestados por la policía israelí ese mismo día, provocando un incidente diplomático cuya gravedad se diluyó con inusual rapidez. Tampoco la muy patriótica Marine Le Pen salió agitando el Bleu Blanc Rouge, ese trapo tras el que la líder esconde la xenofobia de su partido que exhibe como contraposición a todo lo musulmán, posicionándose con los judíos que hasta hace bien poco despreciaba. De todas formas, Marine no está para grandes alardes. Ella y la dirigencia de su partido están encausadas por una trama de empleos ficticios y por eso todo su armamento semántico está dirigido a su defensa, para la que cuenta con un ramillete de medios de comunicación ultraconservadores. La cuestión está en saber si, conscientes de que la formación lepenista movilizó once millones de fieles en la última cita con las urnas, los jueces acabarán santiguándose o la crucificarán políticamente, aceptando los cinco años de prisión y cinco de inhabilitación para cargo público que pide la fiscalía. Si de esta resucita, Le Pen tiene media campaña hecha.