Más de una vez he oído decir que las personas de izquierdas tenemos la obligación de ser optimistas. Efectivamente, si piensas que todo está perdido y que la humanidad va directa al abismo, pocas ganas tendrás de pelear por cualquier causa. El catastrofismo sin alternativas puede ser muy paralizante. Y la desesperanza lleva a la gente a optar por soluciones autoritarias, simplistas, que presentan un mundo en blanco y negro, sin matices y, sobre todo, sin compasión por el más débil. Es cuando se impone el «malismo». La desconfianza destaca lo malo, los fallos, los intereses ocultos, a menudo desde una postura que busca confrontar en lugar de conciliar. El «malismo» interpela al «buenismo» y lo acusa de ingenuidad, de excesiva tolerancia, de empeñarse en buscar soluciones «amables» a situaciones duras.Yo estoy de acuerdo con esa idea de que tenemos que ser optimistas. Me parece evidente, si somos mínimamente progresistas. Y, además de optimistas, también tenemos la obligación de ser buenas personas. Y eso se trabaja. No somos buenos por naturaleza. Quizá por ello, detesto la utilización de la palabra «buenismo» como descalificación de una propuesta social o política. Considero necesario que gane terreno la creencia de que hay que priorizar el diálogo, la solidaridad y la tolerancia. No es ingenuidad. El discurso de la izquierda, además de buscar soluciones eficaces y realistas, tiene que ser humanista. De hecho, lo es muchas veces. ¿Por qué hablar de la importancia de los cuidados o del derecho a la vida y la muerte dignas si no es porque tenemos un fuerte componente humanista? Yamandú Orsi, miembro de la coalición de izquierdas Frente Amplio, afirmó al ser elegido presidente de Uruguay que «el sentido humano sería su espíritu de trabajo», escuchando al que piensa diferente, ya que su ambición era la búsqueda de la pública felicidad. Algunos pensarán que es excesivamente naïf. Pero seguro que el mundo sería más habitable si abundaran los dirigentes como Orsi.