«Aquí estoy yo, Leopoldo María Panero, hijo de padre borracho y hermano de un suicida, perseguido por los pájaros y los recuerdos que me acechan cada mañana» escribió Panero en su cuenta de twitter. Ayer su muerte fue «trending topic» en esta red social. Hubiera hecho un poema muy explosivo con ello.
Entre frenéticas bocanadas de humo, Leopoldo María Panero rebuscó entre su poemario aquellos versos que mejor podían retratarlo. No tardó mucho en hallarlos, tal vez lo hizo al azar, pero al menos participó con gusto en este juego propuesto hace casi veinte años. Su voz quedó atrapada en una grabadora mientras clamaba una letanía impregnada de ritual: «¿Quién me engaña en la noche, y aúlla pidiéndome que salga, que salga a la calle y camine, y corra, y atraviese las calles como perro rabioso las calles desiertas en que es siempre de noche, buscando locamente el baccarrá en la noche?». Recuerdo que su voz sonaba cavernosa, amplificada por el eco de los pasillos del hospital siquiátrico de Arrasate en el que, según sus palabras, «disfrutaba» de un encierro impuesto a la fuerza por su gran ojo vigilante, su eterna sombra, su madre, la escritora Felicidad Blanc.
Panero esbozaba algo similar a una sonrisa cada vez que le mentaba la palabra «maldito». Daba la sensación que asumía de buen grado el rol que para sí mismo había elegido y quiso llevar hasta sus últimas consecuencias. Conversar con Panero resultaba casi imposible, todo se resumía a un monólogo frenético, angustioso y retorcido aderezado con ráfagas de citas, infinidad de citas legadas por autores como Baudelaire, Rimbaud o Artaud. Encadenaba consecutivamente nuevos cigarros mientras de su boca salían escupidas palabras y humo: «¿Qué uñas escarban mi vejez, y qué mano que no perdona tortura mi muñeca, conduciéndome como a un lugar seguro, al baccarrá en la noche?». Hablaba y no callaba, sus ojos reflejaban la oscuridad del que ha visto los infiernos, un averno gobernado por su odiado padre; el poeta oficial del régimen franquista, Leopoldo Panero. Citas y más citas, versos apresurados que transmitía una voz que a veces resultaba ininteligible porque días atrás decidió regalar su dentadura postiza a un mendigo que había compartido con él vino y manta en un parque.
Fueron constantes sus trifulcas nocturnas, su amor -o algo similar- hacia la escritora recién fallecida Ana María Moix y siempre será recordada su eterna búsqueda de Peter Pan -la infancia añorada que nunca tuvo-, los desencuentros constantes que mantuvo con sus hermanos Michi y Juan Luis y un endiablado talento literario que cultivó desde su infancia y que le llevó a ser incluido en el club de los Nueve Novísimos, integrado por Ana María Moix, Vázquez Montalbán,Martínez Sarrión, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Molina Foix, Guillermo Carnero y José María Álvarez. Asumió su rol de monstruo, siempre ávido de letras y emociones, y trituró cualquier atisbo de cordialidad en cuanto Jaime Chávarri encendió la cámara para mostrarnos las entrañas de su familia en aquel antológico documental titulado «El desencanto» (1976) en el fuimos testigos directos del caos emotivo-intelectual que compartió este clan siempre gobernado por la omnipresente Felicidad Blanc -hasta su muerte en Donostia en el 90- y vigilado desde las tinieblas por el patriarca Panero. En el 94, otro autor señalado como maldito, Ricardo Franco, filmó la prolongación de «El desencanto», titulada «Después de tantos años».
Entre versos y cigarros pedía que le invitaras a una Coca Cola, un chute de azúcar y burbujas que consumía ávidamente. No había calma en Panero, todo era un torbellino de secuencias, de balas escritas que dirigía hacia todos y todo, un intelectual tan explosivo como necesario que subvertía lo establecido cuando apostó por adjudicarse el papel de loco en una función interpretada, según él, por imbéciles. Asumió una rebeldía coherente con su visión de la izquierda, siempre teñida de un riesgo que difícilmente puede ser comprendido por mentes acomodadas, y en su constante nomadeo por centros siquiátricos clamó por una revolución liderada por mujeres y homosexuales, porque el fin último no es cambiar el mundo, sino la propia vida. Muerto el «monstruo», llega el turno de recordar parte de su poemario -«Por el camino de Swan», «Así se fundó Carnaby Street», «Teoría», «Heroína y otros poemas» y «Poemas de la locura»- y percatarnos que, de entre la noche, ya no se asoma el aullido del loco feroz.