De paseo por el centro de la tierra
Hace 127 años, Édouard-Alfred Martel se descolgó por la boca de una sima del suroeste francés. Decía la leyenda que allí habitaba el diablo, pero lo que encontró fue una de las maravillas geológicas del mundo, la Gouffre de Padirac. Ahora, Lucifer ha emigrado a galerías todavía inexploradas.
Ningún ser humano nos precedió en estas profundidades, nadie sabe a dónde vamos ni lo que vemos. Nada más extrañamente hermoso se presentó jamás ante nuestros ojos. Unánime y espontáneamente, nos hacemos la misma pregunta: ¿Acaso estamos soñando?», escribió un emocionado Édouard-Alfred Martel (1859-1938) sobre lo que sintió el mediodía del 9 julio de 1889 al ver lo que descubría a la luz de su lámpara de magnesio. El padre de la espeleología moderna posiblemente recordaría sus lecturas infantiles de las novelas de Julio Verne, cuando, al descender por la escala de cuerda desde lo que popularmente conocían como el «agujero del diablo», se encontró con un río subterráneo que le llevaba a las entrañas de la tierra.
Aquel abogado de buena familia que había colgado la toga llevado por su amor a la geología y a la aventura, todo hay que decirlo, había recalado en la pequeña localidad de Padirac justo un año después de que explorase el río subterráneo del occitano abismo de Bramabiau. La espeleología todavía no era una ciencia –de hecho no existía, hasta que el propio Martel inventó el término en 1890–, y el descubrimiento de la Gouffre de Padirac supuso de alguna manera la consagración de esta actividad todavía incipiente. A partir de entonces, este pionero se dedicó a explorar cuevas, simas y abismos a lo largo de Europa, con hallazgos como las gargantas de Kakueta, que exploró en 1906.
Ahora probablemente Martel se sorprendería al ver cómo han cambiado las cosas, porque a las entrañas de la tierra ya no bajan solamente los apasionados del mundo subterráneo. Espeleólogos, técnicos de cuevas e interesados en yacimientos varios han dejado paso a viajeros más aventureros que practican el denominado turismo subterráneo, que cada vez tiene más seguidores en todo el mundo. De hecho, son muchos los países que apuestan por la explotación de su rico patrimonio subterráneo y arqueológico, no en vano genera importantes ingresos. Con tres millones de visitantes anuales y una oferta de 109 cuevas preparadas para la visita, en pleno siglo XXI el Estado francés ocupa el tercer lugar del ranking en oferta, detrás de China y Estados Unidos.
La catedral subterránea, por dentro
Situada en el departamento de Lot, a unos 400 kilómetros de Baiona y a unos 20 kilómetros de Rocamadour, la Gouffre de Padirac es una de las joyas de los Pirineos occitanos, un enclave geográfico con gran cantidad de grutas que esconden descubrimientos geológicos de millones de años e importantes pinturas rupestres. Entre ellas destaca esta de Padirac, considerada una de las curiosidades geológicas del Estado francés por sus increíbles formaciones geológicas.
Al contemplar esta gran sima de piedra caliza, cuyo diámetro es de 33 metros y su profundidad es de 75 metros, da la impresión de que en la tierra se ha abierto una boca inmensa. No extraña que haya asustado a generaciones de campesinos. Convertida en una atracción turística en 1899, a su interior se accede gracias a tres ascensores y una enorme escalera, de inspiración Eiffel, recomendable solo para los más valientes. La visita comienza con un recorrido a pie y de ahí se sube a una barcaza que atraviesa un río subterráneo rodeado de estalactitas y estalagmitas, entre majestuosas galerías y cavernas kársticas.
El transcurrir del río pasa de los 50 centímetros iniciales a un lago de 4 metros de profundidad: es el llamado Lago de la Lluvia. Curiosamente, el pasado mes de febrero, el Festival del Documental Punto de Vista de Iruñea hacía un guiño a Padirac, al ilustrar el cartel con el que celebraba su décima edición con una imagen de archivo de la gruta, en la que unas monjas con toca de lechuza se extasiaban desde una barca con la maravilla subterránea del Lago de la Lluvia.
En este enclave nos sale al paso una de sus mayores atracciones: una estalactita de más de 60 metros de altura, llamada la Grande Pendeloque, suspendida como un tronco gigante en lo alto de la gruta. Parece como si esta estalactita, «construida» con paciencia a lo largo de siglos, quisiera tocar el agua. El viaje por las entrañas de la tierra continúa por la Gran Dôme, una especie de catedral subterránea de 94 metros de altura, donde se puede observar la serie de esferas y hongos que se formaron por la sedimentación calcárea y la lluvia durante millones de años.
«La Gouffre de Padirac se distingue por la importancia de su ornamentación estalagmítica, pero también por un río subterráneo que se extiende por sus 20 kilómetros explorados y una amplia sucesión de galerías y salas... Pero Padirac no nos ha mostrado todos sus secretos, porque todavía queda mucho por descubrir», explica el geólogo Alain Mangin.
Mucho dinero bajo tierra
Hasta este año, la Gouffre de Padirac estaba a la cabeza del selecto grupo formado por la créme de la créme de los enclaves subterráneos del Hexágono que consignan más de 100.000 entradas anuales. Sin embargo, ahora ha sido desbancada por una réplica, la de la caverna paleolítica Chauvet (Ardèche), inaugurada el año pasado y que recrea el interior de uno de los yacimientos arqueológicos más interesantes de Europa.
La decisión de cerrar el interior de Chauvet a las visitas es una consecuencia de lo aprendido a raíz de lo que sucedió en Lascaux. Situada en el valle del Vézere, muy cerca de Montignac (Dordoña), la que es considerada como la capilla Sixtina del arte prehistórico abrió sus puertas al público pocos años después de su descubrimiento en 1940. Pero el dióxido de carbono producido por las 1.200 visitas diarias que recibía obligaron a cerrarla en 1963, a fin de preservarla. En 1983 se inauguró su réplica, Lascaux II.
A día de hoy, las réplicas han dado la vuelta a la tortilla. En 2015, Lascaux II fue visitada por 250.000 personas. Pero es que La Caverne du Pont d’Arc, duplicado a su vez de la cueva de Chauvet, ha recibido 590.000 visitantes entre abril de 2015, fecha en la que se inauguró, y abril de este año. En sus primeros cinco meses de funcionamiento ya habían pasado por ahí 400.000 personas. Impresionante, aunque no es de extrañar, debido a que Chauvet rompe esquemas, tanto en su «versión en duplicado» –porque, es cierto, ha supuesto una millonaria inversión económica, pero ha sobrepasado las cifras de visitantes de la Gouffre de Padirac, lo que es todo un logro– como en «versión original».
Chauvet es famosa por ser la cueva decorada humana más antigua conocida en el mundo. Durante muchos años ha sido motivo de polémica la datación de sus pinturas, que se barajaba entre 22.000-18.000 a.C, pero un estudio de la Academia Americana de las Ciencias publicado en abril pasado ha revolucionado el arte rupestre al desvelar que la cueva tiene una historia mucho más larga y más variada: sus primeras pinturas datan nada menos que de hace 30.000 años; es decir, que fue utilizada por los primeros seres humanos que llegaron a Europa.