Alhucemas, capital del irreductible pueblo rifeño
Antaño solo se podía llegar a Alhucemas por el mar. Hoy se puede acceder por la costa (en ferry desde Almería) o por dos caminos desde Melilla: el viejo camino que serpentea por las laderas de los montes o la nueva carretera de la costa. Por el primero se tardan seis horas; por el segundo, dos.
Adentrarse en Alhucemas por el camino viejo es internarse en las montañas del Rif, en el puro aislamiento. Recorrer la carretera de la costa, por contra, es tener de acompañante al Mediterráneo continuamente. La primera vía se construyó en la época de los españoles y no ha sufrido variación alguna. La segunda se proyectó como gesto de buena voluntad hacia el Rif por parte de Mohamed VI hace menos de diez años.
Subiendo y bajando los riscos del camino más corto a Alhucemas, la ciudad únicamente desaparecerá de nuestra vista en breves periodos de tiempo para toparnos, finalmente, casi de bruces con ella al hallarla justo delante de nosotros. La llegada a la turística ciudad se intuye cuando a lo lejos se divisa el peñón de Alhucemas, un emplazamiento que aún hoy es español y está habitado por un destacamento de militares durante todo el año. La bandera española ondea a pocos metros de las playas de la que fue antes Villa Sanjurjo, como si la antigua metrópoli quisiera recordar a todos aquellos que visitan Alhucemas de quién fue colonia hasta hace bien poco.
Llego conduciendo a Alhucemas con el periodista y escritor Luis de Oteyza (Zafra, 1883-Caracas, 1961) en la memoria. Después de haber leído una y otra vez su artículo ‘Caudillo del Rif’, me lo imagino recorriendo los montes que rodean la ciudad, por los cuales yo mismo conduzco un vetusto coche –el mejor para Marruecos, según el guardia civil que me ha parado en la frontera–. Oteyza llegó a estas tierras junto con el fotógrafo Alfonso para entrevistar al «enemigo público» Abd-el Krim durante la Guerra del Rif.
Trato de saber qué queda de ese pueblo que él dirigió hasta su exilio en 1926, de ese sentimiento identitario que ha caracterizado a los rifeños desde tiempos ancestrales. Supone buscar el pasado colonial español para explicar el mundo actual árabe. Cuando uno trata de escribir un reportaje que explique los acontecimientos y la idiosincrasia de un lugar en menos de 1.500 palabras tiene que ser certero, muy certero. Buscar algo de la época en que el Estado español invadió el lugar, lo colonizó y traerlo hasta estos lugares comunes para hacer una aproximación parece algo lógico y plausible. En la búsqueda de esa huella a uno no le queda más que preguntar a los locales, ante la falta de recuerdos visibles aparentes.
De un peñón a un cementerio
Pocas cosas quedan a la vista que recuerden aquel pasado colonial, a excepción del peñón que está a pocos cientos de metros de la costa. «En verano hay chavales que van nadando hasta allí y quitan la bandera española», explica Reda Mohamed, un joven rifeño con pasaporte español. «Luego colocan otra bandera que tengan a mano (la marroquí o la amazigh) y se marchan sin que los militares españoles se den cuenta, hasta que la ven ondeando delante de sus narices».
En las calles de Alhucemas ya no quedan vestigios de la época colonial. Las calles cambiaron de nombre con la entrega del territorio al reino de Marruecos en 1956. Solo algunos recuerdos asoman, como el instituto Jovellanos que, dependiente del Ministerio de Exteriores español, sigue dando clases de castellano a la población local, y el bar Chafarinas del puerto, donde se sirve alcohol hasta bien entrada la noche.
«Si quieres encontrar algo de cuando esto era colonia española, prueba en el cementerio. Hay un hombre que, más que vigilar, duerme en una esquina. Es el guarda, él te podrá ayudar. Si está despierto, claro», me dice Nabil (nombre ficticio por petición propia). El joven es profesor y habla francés a la perfección, pero su lengua materna es el amazigh. Tiene miedo de que le vean hablar con un periodista. Las protestas por la muerte del pescador Fikri han hecho que el Gobierno en la sombra –el majzén, como lo llaman aquí– vigile más de cerca a los que preguntan o hablan demasiado. Pero sorprendentemente están muy quietos.
«El último en morir está enterrado en ese lado. Casi nadie vino a su entierro. Alguno más al de Román, que está enterrado allí junto a la pequeñita placa blanca que asoma en la pared», me explica Abdullah. Guarda el cementerio en el que reposan los restos de los colonos que vinieron con la intención de quedarse para siempre –como defendió el Instituto de Colonización español– y se fueron en poco menos de cuatro décadas. Solo algunos se quedaron para siempre, los que están enterrados aquí.
Al parecer hubo alguna epidemia alrededor de 1920, pero Abdullah no sabe darme más detalles: «Nadie me lo ha explicado», dice. Muchos niños yacen en tumbas pequeñas. «Tus desconsolados padres no te olvidarán» se puede leer en una de ellas. «Tu alma ya está con la de tus hermanos y hermanas, descansa José Carlos», en otra. Cuento casi veinte en pocos pasos. Algunas lápidas están sorprendentemente bien cuidadas; otras, destrozadas, no parecen ni serlo, hay que intuirlas. Más adelante se encuentran las tumbas de los militares ‘Caídos por la Patria’ debajo de una gran cruz donde se posan negros cuervos. La imagen es tétrica, más con el viento que llega procedente del mar.
Le pregunto a Abdullah quién cuida tan bien unos nichos de unos niños muertos un siglo atrás. «No lo sé», responde. «¿Y quién te paga a ti por estar aquí vigilando?», a lo que responde encogiéndose de hombros. Adivino que no me lo quiere decir. Mete la cabeza en la cazadora azul y se sienta en una mecedora, tapándose con una manta ajada. Deambulo un poco más por la vereda más cercana al muro que divide el cementerio cristiano del musulmán, donde hoy siguen enterrando a los muertos, a diferencia de en la zona española. De entre todas las tumbas españolas destaca una bien cuidada que data del año 2000.
«José Román era muy querido aquí. Fue de los últimos españoles, pero no el último. El último murió el año pasado. Román tenía incluso una granja de cerdos, bebía en la calle, pero nadie le decía nada. Cuando murió, mucha gente se quedó muy triste. Todos le recordamos», explica Nabil.
Con su francés perfecto, este bereber de profundos sentimientos republicanos dice que «José Román también sufrió en sus carnes la hogra (el desprecio de la clase gobernante árabe hacia el pueblo). Entre los rifeños nadie le consideraba extranjero. Todos sabíamos que era un antiguo colono, pero estaba integrado. Cuando la mayoría se fueron, él decidió quedarse. Sin embargo, el majzén quiso hacerle la vida imposible. Le pedían muchas veces los papeles, aún sabiendo que era más de aquí que ellos, que vienen al Rif a decir a los rifeños cómo tenemos que vivir. Nunca les tuvo miedo, defendía a los rifeños ante los árabes. José Román no era marroquí, fue español y murió siendo rifeño».
«Plaza de los mártires»
Calabonita está repleta de turistas en los meses de verano, casi desierta en invierno. De vez en cuando el Mediterráneo también escupe algún que otro cuerpo que intentaba cruzar el estrecho buscando el ansiado sueño de alcanzar Europa. La plaza Mohamed VI está un poco más arriba, en el centro del pueblo. Pero no se llama así para los locales. Debido a la historia de padecimientos que ha sufrido el pueblo rifeño, la llaman ‘Plaza de los mártires’. En este lugar es donde se concentran cuando tienen que protestar contra el majzen o contra las medidas impuestas por él.
Cerca está la comisaria central, donde el vendedor de pescado ambulante Mohzzine Fikri murió aplastado por un camión de basura en sospechosas circunstancias. Nasser Zafzafi utiliza este epicentro de la vida social para hablar en público. Este rifeño de 38 años se ha convertido en la cara visible de un descontento popular. «No soy líder de nadie. Solo un portavoz del pueblo», asegura él. Sin embargo, el majzén lo tiene bien fichado para no ser un líder.
En varias de sus intervenciones ha sido atacado por seguidores del rey de Marruecos; la última, en Nador. Algunos incluso utilizaron armas blancas, hiriendo a los estrechos colaboradores de los que siempre se rodea. «Cuando él habla, mucha gente se calla para oírle», dice Nabil.
«Es como si el destino del Rif siempre se hubiera querido decidir fuera de nuestras tierras. Saben que desde aquí dentro no van a poder. Nadie ha intentado entendernos, todos han intentado someternos o cambiarnos a su antojo. En francés decimos que para la juventud local solo quedan las ‘tres Ms’: Magazine (tienda), migration (migración) o marginalization (marginación)», dice Ayrad, joven integrante del nuevo partido político de raíces amazigh Tamunt.
«Abd-el Krim fue un héroe para nosotros. Representa todo lo bueno de nuestra sociedad. Supo unirnos, vino con ideas modernas y creó un sentimiento de identidad. Fue un reformista de la época. Aún hoy es una figura que despierta pasiones. Nos une a los que le admiramos y es temido por sus contrarios. ¿Sabes una cosa? Tengo la sensación de que nadie ha intentando entender el Rif, no solo a los rifeños, sino al propio Rif. Lo ven siempre desde fuera y nosotros lo vemos desde dentro. Vivimos apegados a nuestra tierra y, aunque emigremos, siempre volvemos o lo intentamos. Nos gusta vivir libres, sin ataduras», añade mientras cierra el puño y se golpea el pecho. «Cualquier tipo de imposición la vivimos como una ofensa. Al Rif no se le puede gobernar, solo amar».
Al salir de la céntrica cafetería en la que me he citado con Ayrad me recomienda un libro sobre Abd-el- Krim. «Lo encontrarás en la librería que está subiendo la calle, hacia la izquierda. Un sitio donde venden material que al majzén no le gusta. Así podrás saber más sobre nosotros según nuestras palabras y no de lo que cuentan por ahí, que siempre narra la historia como al de fuera le interesa».
Le doy las gracias en francés, que ha sido la lengua vehicular de la conversación. «Nosotros decimos tanmert en amazigh; el francés, como el español y el árabe, son lenguas extranjeras aquí», agrega.