Turkana, la devastación de un pueblo
La tierra está furiosa en Turkana. Seca, moribunda, áspera. Unas plantas con afilados pinchos emergen con rabia del fondo de la tierra. La vegetación protesta al destino, grita al cielo sin recibir respuesta de una lluvia que no llega. Alguna gota esporádica, sí, para hacer brotar el espejismo.
En la lejanía de un interminable camino de arena se atisban las siluetas de tres mujeres. Apenas hay sombra que cobije del sol brutal de la mañana. Una mujer mayor, extremadamente delgada; otra mujer, mucho más joven, y una niña. Llevan una hora caminando y aún tienen otra más hasta su aldea. Sobre sus cabezas, sacos de 25 kilos de harina de maíz y bidones de agua. Vienen de vender carbón en un pequeño mercado al este de la región, muy lejos de cualquier núcleo urbano o de acceso a agua potable, y el dinero que reciben les da para comprar alimentos básicos con los que sobrevivir.
La más mayor se llama Lokeele Longoli. Tiene 60 años y una mirada expresiva, penetrante y triste. A pesar de la escasez de esta tierra árida e infértil, las mujeres turkana cuidan al detalle su aspecto. Generalmente, se rapan casi toda la cabeza, dejando tan solo unas trenzas de pelo. Llevan telas muy coloridas, pequeñas marcas decorativas en la piel, todo tipo de abalorios, pulseras, grandes pendientes y llamativos collares que alargan más si cabe cuellos interminables y delgados. El color del collar suele revelar información personal de cada mujer. Lokeele luce uno larguísimo enrollado al cuello. Es totalmente blanco. «Lo llevo así porque mi marido murió», nos cuenta.
Antes de la última gran sequía, su marido, pastor, disponía de 200 cabras y 23 camellos. Suficiente para sacar adelante a nueve hijos proporcionándoles alimentos diarios. Después de las temporadas sin lluvia y la sequía extrema que afecta tan dramáticamente a esta zona al norte de Kenia, la familia perdió casi todo su ganado. Solo tres cabras y un camello resistieron, aunque éste acabó muriendo de hambre y sed. El hombre, desesperado por la situación, no aguantó más y decidió quitarse la vida. «Era un día de viento», recuerda Lokeele. «Salí de casa hacia el río con la esperanza de conseguir algunos frutos con los que alimentar a mi familia, y dejé a mi marido en casa».
Al regresar, se encontró a su marido muerto. Al lado, la cuerda con la que se acababa de ahorcar. «Al principio me quedé paralizada, no supe qué hacer», recuerda. Salió del lugar y avisó a sus vecinos, que enseguida fueron a comprobar lo sucedido. «Estaba profundamente dolido por vernos sufrir debido a la falta de alimentos», explica. «No quería ser testigo de nuestro sufrimiento». El día siguiente, los vecinos cavaron un agujero cerca de su casa, una típica manyatta turkana compuesta por ramas secas cubiertas por excrementos y pieles de animales. Después de enterrarle, echaron abajo la cabaña. Siguiendo los rituales locales, colocaron los restos de la casa sobre la tumba y construyeron otra choza a unos pocos metros, en el mismo recinto pero libre de los malos augurios de una muerte dramática. «Al menos sé que está aquí cerca de nosotros, cuidándonos».
Necesidades básicas
Como tantas otras mujeres turkana, Lokeele sobrevive quemando algunos de los pocos árboles que los efectos del cambio climático no han fulminado todavía. Con ello, obtiene algunos sacos de carbón con los que poder comerciar en los mercados locales y cubrir necesidades básicas de su familia. Es una forma de subsistencia para no morirse de hambre que, sin embargo, acelera aún más la deforestación y recrudece los efectos del calentamiento global. Pero ni su hambre ni el de sus hijos entiende de cambios climáticos, sino de soluciones que puedan aliviar su situación extrema.
La familia de Elimlim Karabani Emaniman tuvo algo más de suerte. Él ya tenía la decisión tomada. En poco tiempo, la devastación provocada por la falta de lluvias había matado a sus 23 camellos y a la mayoría de sus 150 cabras. Solo le quedaban ocho. Para mayor desesperación, la falta de alimentos aceleró la muerte de su madre. Su mundo se vino abajo. Siete hijos y dos mujeres que alimentar en casa y ninguna solución posible a la vista. Desde hacía tiempo, quitarse de en medio era una idea que rondaba su cabeza. «Me sentía impotente e inútil, un estorbo para la familia», comenta. «Solo quería morir y escapar de esta situación». Cogió una cuerda para buscar un árbol donde colgarse. Un vecino le vio caminando con la cuerda y sospechó. Le quitó la cuerda, y le acompañó de vuelta a su casa.
Elimlim sigue deprimido y reconoce que aún hoy no sabe qué papel tiene en este mundo. Su día a día consiste en buscar pastos para sus ocho cabras y esperar a que sus mujeres consigan algo de dinero con la venta del carbón. El Gobierno del condado visita la zona de vez en cuando y reparte algo de comida, «nunca suficiente», y el futuro se presenta oscuro. «No veo cómo beneficia a mi familia que yo aún siga vivo, si ni siquiera puedo alimentarles», afirma. «La sequía ha matado a nuestro ganado, y ahora nos va a matar a nosotros».
Un drama repetido
Este nivel de desesperación ha hecho que el caso de Elimlim no sea algo aislado, sino un drama que se ha replicado ya en otros puntos de la región. «El suicidio es algo que no habíamos visto nunca en nuestra cultura y que alerta de la situación límite a la que hemos llegado». Quien habla es Ekai Nabenyo, un joven natural de una pequeña aldea llamada Lorengelup. Su hogar se encuentra a una hora en coche de Lodwar, la capital de este condado situado en el noroeste de Kenia. Allí las condiciones de vida son duras, existe inseguridad alimentaria y es complicado acceder a agua potable. Todo ello ha aumentado la inseguridad en la lucha por los pocos recursos disponibles para vivir.
Ekai recuerda cómo él mismo llevaba a pastar el ganado de su padre cuando era pequeño. Turkana era una tierra llena de vida, con ríos caudalosos y paisajes verdes donde los animales tenían alimento de sobra y los habitantes vivían en plena armonía con su medio ambiente. «Con la falta de precipitaciones, el lago fue disminuyendo y los ríos de los que dependíamos se secaron», comenta. «Nuestra vida se ha convertido en una lucha por la supervivencia».
Ekai fue el primero de su generación en acabar la secundaria y enrolarse en la universidad, donde estudió Derecho. En un entorno en el que el 80% de sus paisanos no saben ni leer ni escribir, este joven activista pensó en crear una organización que uniera a otros jóvenes como él y alzara la voz sobre la situación en su región, históricamente abandonada por el Gobierno de Kenia. «La gente se ha dado cuenta de los cambios en su entorno y está muy preocupada por el futuro, pero la mayoría es analfabeta y no entiende que todo esto es culpa del cambio climático».
Su esfuerzo se centra en organizar reuniones con los ancianos, los pastores y el resto de los miembros de la comunidad y hablarles sobre el clima, sobre sus derechos y sobre falsas creencias como que los seres humanos han enfadado a Dios y éste ha reaccionando parando las lluvias y castigando a la población. «La combinación de cambio climático, mala gestión de los recursos naturales y de actividades insostenibles a lo largo de muchas décadas está devastando las comunidades y los medios de subsistencia», lamenta Ekai. «Los jóvenes somos quienes debemos llegar a un consenso y actuar urgentemente para abordar los desafíos que tenemos».
El más importante es, sin duda, la supervivencia. El condado de Turkana tiene una población de 1.1 millones de personas, incluyendo 133.674 niños menores de cinco años. Una encuesta nutricional realizada por Unicef en junio de 2017 indica que uno de cada tres niños sufre de malnutrición aguda y corre riesgo de morir. Es la tasa más alta de todo el país. Para muchas familias turkana, comer una vez al día es un lujo que no siempre se puede alcanzar. «Turkana es uno de los condados de Kenia que más gravemente sufre los efectos de la sequía y el abandono, que ha llevado a la región a muchos años de subdesarrollo», comenta Zacharia Imeje, de la organización humanitaria World Vision. «La mayoría del más del millón de personas que viven allí son vulnerables y necesitan ayuda urgente para sobrevivir».
Menos recursos, más violencia
«Creo que Dios está enfadado con los seres humanos porque le hemos decepcionado». Es John Lopira Napeikiru, un pastor de 45 años y padre de ocho hijos que no sabe qué ha pasado con la lluvia y trata de darle un sentido a este cambio del clima. «En el calendario turkana, solíamos tener seis meses de sequía y seis meses de lluvia, y actualmente casi todo el año es seco».
Camina tranquilo detrás de sus cabras junto con su inseparable fusil AK-47, posiblemente el arma que más muertes ha causado en la historia. La reducción de territorio apto para pastar ha hecho que cada vez más personas compitan por menos recursos y que los pastores tengan que desplazarse lejos de sus zonas para buscarse la vida.
Los conflictos relacionados con el robo de ganado y la violencia entre comunidades pastoriles como la turkana, la samburu o la pokot no son nuevos y se han repetido a lo largo de los años, sobre todo durante las temporadas de sequía. Pero esta época seca, especialmente dramática y larga, ha hecho aumentar los casos de violencia. John decidió hacerse con un arma después de una de esas expediciones. Sus animales se estaban debilitando por el hambre y la sed y, junto con su hermano y otros amigos, decidió salir a buscar pastos cerca de Lomelo, una zona alejada, más insegura, frontera entre Turkana y Baringo.
«Al llegar allí, nuestros animales se convirtieron en el objetivo de nuestros enemigos», recuerda. «Un día, al amanecer, un grupo nos atacó con la intención de robarnos el ganado, y huimos del lugar». Su hermano no consiguió escapar y fue asesinado. Fue entonces cuando se convenció de la necesidad de tener un arma. Los conflictos siguen siendo frecuentes, pero el rifle es un arma disuasoria que le protege. Además, John tampoco está por la labor de alejarse mucho de su territorio. Es demasiado arriesgado. «Prefiero evitar problemas, a pesar de aquí la sequía ha devastado las tierras fértiles y apenas hay fuentes alternativas para nuestro sustento».
El Lago Turkana, cuna de la Humanidad
Viajando hacia el este de la región, el desértico paisaje nos regala un gigantesco oasis del que no se alcanza a ver el final. Estamos en Eliye, a unos 70 kilómetros al norte de Lodwar. Allí, una enorme playa virgen da la bienvenida a la costa occidental del lago permanente más grande del mundo situado en un entorno desértico, el Lago Turkana. Declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y denominado a veces «cuna de la humanidad», sus peculiares características geológicas hicieron posible la conservación y hallazgo de varios importantes restos de homínidos.
El lago se ubica en un área volcánica, y la actividad tectónica ha ido moviendo la corteza terrestre al cabo de los años, creando nuevas capas y enterrando entre lámina y lámina restos fósiles de distintos periodos. En 1972, el paleoantropólogo Richard Leakey descubrió un cráneo de más de dos millones de años de edad y en 1984 se descubrió el ‘Niño de Turkana’, un esqueleto espectacularmente bien conservado que podría pertenecer a un niño de entre 11 y 12 años que vivió en los inicios de Pleistoceno, hace 1,6 millones de años.
Algunos de estos descubrimientos revelan que el entorno de lago y la región cumplían condiciones de vida óptimas para el ser humano. Las lluvias eran copiosas, y la abundante vegetación hacía más fácil la vida a los seres humanos y también a la multitud de especies que habitaban el lugar. Hoy, esos fósiles son quizá la única muestra de que aquello existió alguna vez. La evolución climática, acelerada decisivamente en el último siglo por el factor humano, ha convertido esta tierra en un lugar inhóspito donde incluso las poblaciones cercanas al lago –en mejores condiciones que sus vecinos del interior– están sufriendo las consecuencias.
El nivel del agua ha ido bajando drásticamente en los últimos años debido a la falta de lluvias, y el número de peces disponibles ha caído en picado por culpa de proyectos a gran escala del Gobierno etíope. La gran mayoría del agua del lago proviene del río Omo, situado en la frontera entre Etiopía y Kenia, y la construcción de una enorme presa hidroeléctrica amenaza con secar completamente el lago en el futuro, llevándose por delante a toda la población. «Cuando llovía y el agua del río bajaba en condiciones, podía pescar entre las 60 y 200 peces al día», afirma Francis Etabo Ekuom, un pescador local de 38 años.
«Desde que el río está bloqueado puedo coger uno, con suerte dos». Francis señala con la mano unos árboles a unos 50 metros de la orilla. «Antes, el agua solía llegar hasta allí», recuerda. La escasez ha obligado a los pescadores locales a adentrarse lago adentro, más lejos de la orilla, para tratar de conseguir mayor volumen de peces con los que poder alimentarse y comerciar, pero no siempre son bien recibidos por las comunidades vecinas. «De cada diez pescadores que salen a pescar hacia esas aguas, solo tres vuelven vivos», afirma.
«Hace poco, salí a pescar con cuatro amigos, sufrimos un ataque y murieron dos». Francis explica que los enemigos son los Merille, de Etiopía. «Tienen armas, nos disparan y tratan de robarnos el pescado, las redes, los barcos y cualquier objeto de valor que llevemos con nosotros». Desde la última vez, Francis lleva más de seis meses sin salir a pescar. Aquella vez perdió a dos amigos y su valiosa red de pesca. «Desde que fui atacado, no he vuelto a salir a pescar, estoy en el proceso de construir nuevas redes para poder volver a salir», añade.
Paulo Ekitoe no está mucho mejor. Para alimentar a su esposa y sus quince hijos, este hombre de 40 años es tanto pastor como pescador. En ambos casos, la sequía y el empeoramiento de las condiciones de pesca en el lago le han afectado mucho. Antiguamente, su vida era mucho más fácil. Disponía de un centenar de cabras y las jornadas de pesca podían depararle hasta 300 peces en un buen día. «Antes, solía llover y el lago tenía cantidad de peces», recuerda.
«Solíamos cultivar en la tierra, y nuestros animales estaban bien alimentados y nos daban leche y otros beneficios». Ahora, «con suerte», Paulo puede coger cinco peces. Casi todo su ganado ha muerto de hambre y sed. Sobrevive con el poco pescado disponible y algunos frutos que obtienen de los pocos árboles que aún persisten en su zona. «El único momento en que conseguimos comida de verdad es cuando los políticos vienen aquí a hacer campañas electorales y nos traen algo de comida», comenta.
Abandonados a su suerte
«Imagina a esos niños que están en primer curso de Primaria y que apenas saben lo que es la lluvia», comenta Sammy Ejie, de 53 años. «Cuando me preguntan qué es la lluvia no sé qué decirles, a veces les explico que son planes de Dios». Sammy, que ha sido testigo de temporadas de veinte meses sin lluvias, es muy crítico con las administraciones de su país. «Nací y crecí aquí, en Eliye, y hemos sido totalmente olvidados por el Gobierno», sostiene. «Lo poco que llega a la región se queda en la capital, Lodwar, donde hay algunas oficinas gubernamentales».
Sammy ha sido pastor toda su vida. De pequeño, cuidaba de cabras y camellos, y lidiaba bien las recurrentes sequías que azotaban la región. «La lluvia siempre volvía». Hasta hoy. Cuando su ganado fue disminuyendo en tamaño, decidió convertirse en pescador. A pesar de la reducción de agua y el bloqueo del río Omo, Sammy está convencido de que hay peces suficientes en el interior del lago. «Nuestro problema es que no tenemos barcas motorizadas, dependemos de nuestra propia energía para movernos lago adentro, y tampoco tenemos utensilios de pesca apropiados».
El cambio climático, el subdesarrollo y el abandono del Gobierno mantienen al pueblo turkana en una situación límite y desesperada, casi apocalíptica. «Si todo sigue igual, acabaremos desapareciendo», concluye.