IGOR FERNÁNDEZ

Los que estuvieron primero

Como uno no se pare de vez en cuando a pensar en lo que realmente es importante, las exigencias de la vida laboral, del sistema entero para vivir sumidos en un ciclo constante de productividad y consumo, permean el fluir de los acontecimientos vitales, empujándonos a una inercia potencialmente insatisfactoria pero que nos da una estructura. Sin embargo, esa misma estructura que nos sirve para no dar demasiadas vueltas a las cosas y tirar para adelante, esa que se repite todas las semanas en un ciclo de trabajo y ocio, o de consumo y consumo –cada vez más virtual–, precisamente por repetitiva y aparentemente inevitable, nos absorbe y cambia nuestra percepción.

Desde el interior de esa dinámica, todos los beneficios y perjuicios de lo que nos sucede, sea lo que sea, se miden en función de su impacto en esta, en términos económicos, en términos de ocio… Algo así como si las experiencias, o incluso las relaciones, merecieran o no la pena en función del beneficio individual, del incremento en la prosperidad, o del tiempo libre; y esa consideración fuera la consideración “realista” de las cosas. Sin embargo, algo se siente como incompleto al mirar de ese modo las cosas, algo se nos queda vacío y, cuando las cosas alrededor empiezan a ponerse difíciles, es fácil perder el sentido. Nuestros antepasados también tuvieron que decidir en su momento cómo afrontar situaciones de carencia, de amenaza, quizá sin tanta conciencia global como podemos tener nosotros gracias al acceso a la información hoy, pero en lo individual, familiar y comunitario, tuvieron que echar mano de sus recursos para echar la vida hacia adelante, también sin saber lo que depararía el futuro. Cada lector o lectora podrá pensar en cómo sus padres, abuelos o bisabuelos atravesaron situaciones desafiantes; y gracias a eso, a su esfuerzo y creatividad entre otras cosas, hoy estamos donde estamos.

Sin sucumbir mágicamente a la mitificación, sí han llegado hasta nosotros los efectos de sus decisiones, de sus actitudes y valores, que nos conforman íntimamente como individuos, y también como grupo, en una cadena de influencias cuyo rastro se remonta indefinidamente hacia el pasado. Hoy, estamos viviendo tiempos complicados, que siguen tambaleando y confrontando muchas ideas establecidas sobre aspectos importantes de la vida, y es un poco inevitable sentirse solos ante tanto desafío. El impacto de todo lo que está ocurriendo con la pandemia dichosa está calándonos poco a poco, dejando una sensación de cansancio de la que cada vez nos da más pereza –por llamarlo de alguna forma– hablar, automatizando incluso los comentarios, las quejas, en una especie de mantra que da vueltas sobre los mismos temas. Y uno de los efectos de esa automatización del compartir es precisamente que nos vamos separando internamente del impacto real que esto tiene en nosotros, de las emociones, que se aplanan, se estancan y no encuentran consuelo o impacto en nadie.

Desde ahí es fácil que se instale una especie de desánimo en torno a un pensamiento: «¿A quién le voy a contar esto si estamos todos igual?». Y es entonces, en ese recogimiento un tanto incómodo, cuando merece la pena mirar atrás, parar la caballería de pensamiento y tratar de salir de la rueda en busca de esperanza. Todos los que estamos en torno a estas líneas tenemos antepasados, vivos o no, que han tenido que afrontar tiempos probablemente más difíciles que los nuestros, tiempos que atravesaron con éxito –prueba irrefutable de ello es que estamos aquí, leyendo esto, con la capacidad de pensar–, y quizá algo de toda aquella capacidad sea legado en nosotros, en nosotras, hoy. Eso quizá prueba que, a pesar de sentirnos sobrepasados y solos, nosotros no vamos a ser una excepción histórica y que, en algún sitio dentro de nosotros, llevamos la capacidad de inventarnos el futuro.