Igor Fernández

A lo dicho

La palabra dicha no deja de ser un comportamiento, una conducta; como lo sería un gesto, una carrera o una postura, la palabra dicha también es una expresión de algo interno (en este caso un pensamiento) hacia el exterior. Suena a perogrullada pero dichas expresiones tienen el objeto de impactar en el entorno, y también de vehiculizar todo un procesamiento interno en forma de alivio de tensión. En el momento en el que empezamos a sentir, desear, querer, etc. (procesos internos, subjetivos) también se va generando internamente una ‘tensión’ propia de una preparación, de la conversión de lo que queremos en lo que finalmente hacemos.

El pensamiento y, en particular, las emociones, nos tensan y nos predisponen a la acción; de hecho, las emociones se definen como una serie de perturbaciones fisiológicas que nos inclinan a una acción determinada y un comportamiento adaptativo. Llegado un momento, de la misma manera que nos levantamos para ir a la nevera cuando notamos una punzada de hambre en el estómago, decir algo que nos inquieta también cumple una función de ventilación. Sin embargo, en nuestra cultura, hablar de lo que importa, de lo que nos inquieta, de nuestras emociones o necesidades, no es algo tan cotidiano. Quizá tampoco lo sea pararnos a ser conscientes de ello, a mirarnos por dentro en el día a día. El resultado de ambas restricciones es que, con demasiada frecuencia, la tensión de la que hablábamos un poco antes, se acumula en los músculos, en los tendones, como la de un corredor esperando el pistoletazo de salida, solo que sin llegar a escuchar el disparo.

Sí, se trata también de una tensión literalmente física que se va sosteniendo y sumando a tensiones anteriores. Cuando no estamos acostumbrados a pararnos a sentir, es el cuerpo el que se vuelve sensible, el que registra lo que las palabras podrían dejar salir. De algún modo, emitir un mensaje y, en particular, hacerlo con la emoción que acompañe, es un sustituto de la acción. En los enfrentamientos, por ejemplo, las amenazas, los gritos, los insultos, sustituyen en un momento inicial al ejercicio activo de la violencia. Si estos funcionan, el adversario se retira pero también nosotros dejamos de sentir el impulso de la agresión. De igual manera sucede cuando mostramos el resto de nuestras emociones en forma de palabras que las describan: no necesitamos actuarlas. Hablar de la tristeza, de la dificultad para reponerse, y hacerlo con alguien en quien podemos impactar, que nos puede escuchar y sentirse afectado por ello, y compartir su emoción de vuelta, también nos alivia, disuelve la tensión y nos sirve de digestión.

Con el miedo, hablar de él nos hace sentir un poco más de control, se vehiculiza la tensión y se diluyen los síntomas físicos. Sin embargo, si decidimos no hablar de estas experiencias, no expresarlas de ninguna manera, no implica que se vayan a diluir por dentro. Tras un tiempo, la tensión resulta insoportable y terminamos haciendo algo para ventilarla. Aún con todo, tras acumular una gran cantidad de tensión durante tiempo, lo que hacemos para dejarla salir no suele estar en consonancia con las circunstancias en el momento de dicha expresión y terminamos hablando más de lo que deberíamos, o actuando de manera poco productiva.

Tratamos entonces de hacernos entender, de que las cosas encajen, pero la acumulación ya nos ha desbordado. Lo que en un principio habría sido más fácil de gestionar, ahora es mucho más difícil por la desproporción y lo fuera de lugar que está la acción en sí misma. Entonces, los enfados resultan desproporcionados, la tristeza es inmanejable o la vergüenza acumulativa. Si podemos coger las emociones al vuelo en lo cotidiano, partiendo de la capacidad para mirarnos hacia dentro e identificar lo importante, quizá no haya que llegar a mayores, y podamos ser claros, antes de llegar al punto en que ya nadie sabe por qué estamos haciendo lo que hacemos.