Nanocar Race, moléculas que ruedan sobre oro a 269 grados bajo cero
Aquí no sirve eso de calentar motores, más bien al contrario. Un equipo de investigadores que trabaja en centros de Donostia y Santiago de Compostela toma parte este jueves en una carrera de ’bólidos’ diminutos que se mueven por impulsos de energía. Es ciencia y suena divertido.
Ocho equipos, 24 horas, una carrera en un circuito. Visto así, cualquiera pensaría que se viene un artículo sobre la célebre carrera automovilística de resistencia que se disputa cada año en Le Mans.
Pero no, en este caso se trata de la segunda edición de la Nanocar Race –la primera fue en 2017–, que se celebra este jueves y cuya sede también está en una ciudad francesa, Toulouse. Entre los ocho equipos participantes en este evento, que conjuga la investigación científica y la divulgación, hay uno formado por profesionales del Donostia International Physics Center (DIPC), del Centro de Física de Materiales (CFM, participado por la UPV-EHU y el CSIC, y también con sede en la capital guipuzcoana) y del Centro de Investigación en Química Biológica y Materiales Moleculares (CiQUS) de la Universidad de Santiago de Compostela. Han bautizado al equipo como Sancar.
El resto de ‘bólidos’ pertenecen al Instituto Madrileño de Estudios Avanzados en Nanociencia (Estado español), la Technische Universität (Alemania), la Universidad de Graz (Austria), la Universidad de Estrasburgo (Estado francés), el Centro Internacional de Nanoarquitectura de Materiales (Japón), la Universidad de Ohio (Estados Unidos) y a los anfitriones de la Universidad Paul Sabatier de Toulouse.
La investigadora Martina Corso, una de las ‘piloto’, comenta a NAIZ que «es una carrera con los coches más pequeños que uno pueda imaginar». Estamos hablando del universo nano, que es la «diez a la menos nueve parte de un metro». Lo explica con un ejemplo para los que no estamos tan puestos en estos temas. «Si coges el Sol y lo haces diez a la menos nueve veces más pequeño, tienes un balón de fútbol. Pues si coges ese balón, y lo haces diez a la menos nueve veces más pequeño, vas a tener una molécula». Porque en realidad esos ‘coches’ son moléculas que cada equipo ha diseñado para que rueden de la forma más óptima posible por una pista de oro. Pero vayamos por partes.
Tres pilotos
«Todos los equipos estaremos juntos en Toulouse, en una habitación grande, tendremos cada uno un ordenador allí y nos conectaremos por remoto a nuestra máquina», arranca Corso. La máquina es un microscopio especial –nada que ver con el que había en nuestro instituto– y el del equipo vasco-gallego, que desplazará a tres ‘pilotos’, está en la sede del CFM, en la zona universitaria de Donostia.
A diferencia de una carrera de coches convencional, las moléculas no estarán juntas en un único circuito, sino que cada molécula rodará en su propia pista, idéntica en todos los casos. «Tenemos un cristal de oro. El oro tiene una superficie interesante, hace como una especie de zig-zag, como un relieve con una parte recta y una curva, una parte recta y una curva… y en esa superficie las moléculas tienen que desplazarse y rotar. Todos tenemos el mismo circuito, pero cada uno en su muestra», indica.
Para mover la molécula usan el mencionado microscopio, que tiene como apellidos ‘de barrido de efecto túnel’, y al que en la nota que remitieron a los medios comparaban con el extremo de un bastón para personas ciegas. «Tienes una punta metálica y una superficie metálica, en este caso de oro. Hay un fenómeno de la física cuántica que si colocas ambas muy cerca puede pasar una corriente de electrones entre las dos. Imagina el cable de tu ordenador. Si lo cortas ya no pasa la corriente. Pero en este fenómeno cuántico, si tú pones los dos extremos que has cortado muy, muy, muy cerca, sí pueden pasar electrones. Es una corriente muy pequeña, y esa es la que usamos nosotros para mover la molécula. No la tocamos, le enviamos esa corriente, que es como su gasolina en este caso. Con esa energía vibra y se mueve», comenta Martina Corso.
Un mínimo de 70 átomos
El movimiento dependerá de la forma de la molécula –cada equipo ha realizado su propio diseño, con un mínimo de 70 átomos–, de la dirección del impulso y de su fuerza, y ahí entra la pericia de estos particulares pilotos. «Si le das al oxígeno irá en una dirección, si le das al hidrógeno o al carbono en otra», señala.
Todo suena a divertimento, a pasatiempo para científicos, pero nada más lejos de la realidad. «Llevamos tres años intentando hacer moléculas cada vez mejores. Esto se enmarca en un proyecto europeo para aprender a mover y controlar moléculas en superficie. En la naturaleza hay muchos sistemas que se basan en motores moleculares, como las proteinas. Lo que nosotros tratamos es de entender cómo el diseño de una molécula influye en su movimiento».
Durante la prueba, el entorno está a 4 grados Kelvin, lo que viene a ser -269 grados Celsius, «porque si no las moléculas se moverían por sí mismas. Las congelamos y además trabajamos a presiones como las que hay en el espacio, para que encima de esa superficie lo único que haya sea nuestra molécula» y así estudiar su comportamiento sin injerencias de ningún tipo.