Todo cambia, todo el tiempo. No es nada nuevo, lo que pasa es que, precisamente por esa permanencia del cambio, a menudo nos olvidamos de que este está sucediendo. Como si se tratara de esa hélice que parece girar en sentido contrario por su velocidad o el agua muy caliente que parece fría del enorme contraste, también la percepción del cambio alrededor, del entorno, pero también de nosotros mismos, nosotras mismas, puede pasar desapercibido y resultarnos hasta sorprendente.
El cambio es constante y, al mismo tiempo, parece muy difícil producirlo cuando este implica hábitos establecidos. De manera similar a cómo toda la tecnología de la que disponemos para enviar una nave al espacio no sirve de nada si los ingenieros obvian las condiciones del lanzamiento, todos nuestros recursos internos no sirven al objetivo de ‘lanzar’ nuestro Yo al siguiente estadio si pasamos por alto ciertas circunstancias. Una de las fuerzas que tienen que salvar los ingenieros aeronáuticos es la de la gravedad, y también nuestros hábitos tienen su propia fuerza de atracción.
Cuando nos paramos a observar esta fuerza tendemos a pensar solamente en la facilidad de repetir lo aprendido, en el miedo a lo nuevo, y cosas así pero pasamos por alto otros vectores menos concretos. Por ejemplo, uno de ellos hace referencia a cómo los hábitos nos dan identidad. Fumar, por ejemplo, puede suponer una faceta de la imagen personal que alguien proyecta hacia fuera, una manera conocida de establecer contacto con otras personas en la ‘paradita para el cigarro’, en torno a una actividad que estructura el tiempo juntos, o incluso un lugar al que retirarse porque nadie interrumpa con exigencias durante ese ratito.
Pero fumar también puede ser un rasgo de identidad en tanto en cuanto sea un hábito compartido con otras personas importantes; por ejemplo, si toda la rama masculina de la familia fuma, parte del vínculo puede establecerse ahí, puede convertirse en algo que ‘nosotros hacemos’. Dejar ese hábito, entonces, puede llegar a ser experimentado como ‘pertenecer menos’ a ese grupo, con el temor de perder lo que esa pertenencia otorga.
Este es un ejemplo muy concreto y conductual, fácil de entender, pero también hay otros hábitos menos visibles y mucho más insidiosos que nadie ve porque solo los desarrollamos dentro de nuestra mente y nuestro cuerpo. Por ejemplo, el hábito de criticar todo lo que hacemos o negarnos la posibilidad hipotética de tener éxito en algo que deseamos por el hábito que supone haber concluido que ‘hay algo mal en mí’ que impide que eso ‘sea para mí’. En estos casos, quizá esa lealtad al hábito tenga que ver con que no tenemos la fuerza suficiente como para ‘despegar nuestra nave de esa Tierra’, y sea necesario recopilar evidencias de que hay otra fuerza tirando de nosotros, cuyo módulo en cierto momento se puede convertir en suficientemente elevado como para conseguir que podamos tener una experiencia distinta de nosotros mismos, de nosotras mismas.
Si logramos tal cosa, aunque sea por un instante, y conseguimos fotografiar el momento como esos astronautas que sienten la falta de gravedad y salen tan sonrientes en las fotos; si logramos, como decía, recopilar suficientes evidencias de que la vida se puede vivir diferente, entonces ya no hará falta tanto combustible para que el Yo pueda navegar a nuevas tierras, a nuevos mundos.
En definitiva, los hábitos que nos pesan están ahí por su vínculo con las personas a las que hemos querido y por nuestra historia, y el cambio requiere la fuerza para arriesgarse fuera de nuestra identidad en ese aspecto, a un lugar en el que sentir la ligereza pero también la falta de asideros por un tiempo. Requiere un consumo, pero cualquier nueva evidencia por ejemplo de que ‘esto que he hecho no merece crítica’, o ‘tal cosa ha sido un éxito’, suma. Solo hay que tratar de no olvidarlas y acumularlas hasta que haya un punto de inflexión.