En términos generales, cuando hablamos de restricción, hacemos referencia a la reducción o evitación de la ingesta energética persistente. La restricción calórica se caracteriza concretamente por ingerir muy poca cantidad de alimento y/o evitar el consumo de ciertos alimentos o grupos de alimentos. Aunque parezca que hablamos de algo serio, y realmente lo sea, muchos tipos de restricción calórica están aceptados e instaurados como conductas ‘normales’ en nuestra sociedad. Algunos ejemplos son reducir la ingesta de la cantidad de ciertos alimentos basándonos en que son catalogados como ‘malos’; reducir o eliminar por completo la presencia de ciertos alimentos en la dieta; compensar en una ingesta si creemos que anteriormente nos ‘hemos pasado’ aunque tengamos hambre; compensar no comiendo algo que nos apetece si no hemos podido hacer ejercicio o si consideramos que no hemos gastado suficiente como para comer algo así...
Mucha gente vive en esta realidad de la llamada cultura de dieta. Sin embargo, existe un concepto que, aunque parezca más leve, acarrea los mismos efectos de la restricción alimentaria: la restricción mental. Y es que, aunque un pensamiento no vaya directamente seguido de una conducta, en este caso restrictiva, también puede ser peligroso ya que, cómo respondemos a los pensamientos restrictivos cuenta, aunque hagamos lo contrario.
En este sentido, es posible que muchas personas ya no estén haciendo dieta físicamente, pero mentalmente todavía están ‘pensando’ como personas que hacen dieta: sienten vergüenza, se juzgan y culpan constantemente en relación a la comida y, de este modo, su respuesta emocional a la comida es la misma que cuando todavía estaban restringiendo físicamente. Dicho de otro modo, la restricción mental es el estrés mental constante en relación al comer.
Este tipo de restricción nace de las reglas alimentarias que hemos creado o adquirido con el tiempo a través de la cultura de la dieta y de hacer dietas a lo largo de la vida. Y es que, aunque uno esté comiendo físicamente ‘lo que quiera’, si mentalmente y emocionalmente no se da permiso incondicional para disfrutarlo, la forma de pensar y la respuesta emocional a la comida no han cambiado y el cableado mental sigue siendo como el de alguien que está a dieta.
Estos pensamientos, aunque creamos que no tienen tanto poder, la realidad es que el cuerpo y el cerebro están interconectados de modo que nuestro cerebro, particularmente nuestros pensamientos y mentalidad, afectan a nuestro cuerpo físico.
Así, algunas consecuencias de la restricción mental son, en primer lugar, que nos puede llevar a comer más o de forma compulsiva, ya que por lo general, cuando un comedor normal come, su hambre disminuye, se satisface y deja de comer.
Pero cuando las personas que hacen dieta piensan que han comido más alimentos de los que normalmente se permiten, hacen que continúen comiendo más, muy por encima de sus señales de hambre. Un ejemplo puede ser cuando alguien que está haciendo dieta o tiene mentalidad de dieta, come algo más y siente que ha ‘echado por tierra todo’, puede pensar aquello de ‘de perdidos al río’ y comer en exceso y de forma compulsiva. En segundo lugar, los pensamientos afectan a las hormonas del hambre, ya que la restricción mental envía señales de privación al cerebro de la misma manera que lo hacen las dietas restrictivas y se altera la regulación del hambre y la saciedad.
En tercer lugar, el estrés alimentario mental cambia la forma en que tu cuerpo responde físicamente. La restricción mental le indica estrés a tu cuerpo y este libera hormonas del estrés solo por sus pensamientos sobre la restricción. Y, por último, la restricción mental está muy estrechamente ligada a nuestra obsesión con nuestros cuerpos y su apariencia, lo que como resultado nos hace sentir culpa, vergüenza y juicio sobre nuestra forma de comer.
Resolver este tipo de pensamientos es posible, sin embargo, liberarse de la restricción mental no es fácil y es un proceso lento, pues lleva mucho tiempo deshacer las reglas alimentarias tan férreamente instauradas. Por eso si detectamos esta conducta y somos conscientes de las consecuencias y limitaciones que nos acarrea, lo mejor es pedir ayuda a un psicólogo y dietista-nutricionista que nos acompañe y guíe en el proceso.