Lo hemos planificado, lo hemos pensado mil veces, lo hemos consensuado y hemos decidido una acción determinada. Hemos mirado a lo difícil a los ojos y hemos actuado con la mejor de las intenciones, con el máximo cuidado y meditando cada paso. Nos hemos preparado, hemos tomado el tiempo suficiente para no sentir el desbordamiento de tener que afrontar lo que nos ha tocado afrontar, y hemos superado ese trance. Estamos orgullosos de cómo hemos desarrollado cada paso; y aún así no ha funcionado. Y es que no siempre logramos –ni mucho menos– lo que nos proponemos, por muy bien que hagamos las cosas.
Empleamos muchas energías y pensamiento como adultos en trazar planes que nos acerquen a tener éxito, a hacer realidad expectativas y anticipaciones que, al haber sido construidas con sensatez y precisión, pensamos ‘deberían’ hacerse realidad. Y, si bien este es un desempeño adulto en el que nos entrenamos desde niños para encajar en la vida productiva, igualmente adulta debería ser la asunción posterior de que, aún con todo, el esfuerzo no haya servido de nada. Fracasamos con casi tanta frecuencia como logramos lo propuesto, y a menudo no tenemos ni idea de qué hacer con los sentimientos y sensaciones desagradables resultado de dicho fracaso. Las sensaciones imprevistas fruto de dicho fracaso repentino se viven también como una gran contradicción, y como tal, esta necesita algún tipo de intervención.
Nos vivimos a nosotros mismos, a nosotras mismas en esos momentos como una nota discordante en el continuo de nuestra identidad, y necesitamos restablecer el equilibrio cuanto antes. Sin embargo, no siempre estamos dispuestos a sacar según qué conclusiones. No nos es fácil entonces admitir que algo relevante se nos haya escapado tras tanta preparación o implicación; tampoco es sencillo asumir que somos limitados en general, como individuos; ni nos es fácil adjuntar al día a día la certeza de que simplemente no controlamos el resultado de lo que iniciamos o las reacciones de otras personas. Y, al mismo tiempo, esta incorporación de conclusiones es imprescindible para poder vivir los avatares de la vida sin que cada imprevisto engorde la vergüenza, la crítica interna o la obsesión.
Cuanto antes podamos hacer las paces con nuestra falibilidad menos esfuerzo tendremos que hacer en el futuro para recuperar la estabilidad tras un traspiés, y parte de ello conlleva tolerar la impotencia, e incluso disfrutar de ella; y me explico: aceptar que fallaremos, tener la certeza de que nos partirán el corazón en algún momento, que en algún momento también sufriremos, e incluso saber que moriremos sin poder hacer nada, quizá nos libere de luchar contra lo inevitable. Sufrir por la impotencia, por la falta de poder para cambiar retroactivamente lo que ya ha sucedido, es como tratar de cambiar el pasado con el pensamiento, lo cual es una tentadora trampa ya que la imaginación lo puede todo en momentos de zozobra.
Sin embargo, reconciliarnos con deportividad con una característica inseparable de la naturaleza humana como es la propia limitación, no nos hace derrotistas sino que es una decisión de pragmatismo vital, que nos permite emplear esa energía en aprender y disponer la siguiente aventura. Otro de los beneficios de abrazar la impotencia es que la creatividad aumenta, ya que aceptar la conclusión de que las expectativas no tienen por qué hacerse realidad por muy pensado que tengamos ese camino entre nuestra mente y el mundo, nos fuerza a abrir el abanico de posibilidades y dejar espacio al asombro, a la falta de control y la aventura de adaptarnos a los resultados que nos ofrezca la entropía. La impotencia forma parte de crear soluciones.