Gillo Dorfles escribía un librito en 1984 que titulaba ‘El intervalo perdido’ hablando de cómo en su época percibía la pérdida de una parte importante del proceso artístico: el intervalo, la pausa que permitía la reflexión imprescindible para crear. Él achacaba dicha pérdida a un automático y frenético horror vacui fruto de la modernización de la sociedad –¿qué habría pensado hoy?–. Defendía la recuperación de dicho intervalo para el hecho artístico y, por tanto, también la resistencia que esto requería para mantener la libertad de creación. El arte pretende sacudir la vida, la cultura y los territorios comunes para empujarnos más allá de lo conocido, para crecer; aunque también pueda ser vehículo ideológico o político. Y quizá por esta razón, lo que algunos piensan sobre el arte también puede ser aplicable a la vida en general, solo quizás.
Las personas somos auténticas expertas en la creación de rutinas; muy rápidas estableciéndolas y muy lentas desmontándolas una vez establecidas. Es relativamente fácil que, ante una necesidad, un desajuste, busquemos rápidamente un ‘método’ para abordarla y que dicho método pase a formar parte, con orgullo, de nuestro acervo resolutivo. No es imprescindible que se trate de ninguna situación extrema para que nos aferremos con cariño a dicho sistema y que lo usemos en adelante cuantas veces tengamos ocasión. No será el más eficaz ni eficiente, pero será el nuestro, y eso será también ilusionante. Sin embargo, después de un tiempo, la excitación inicial por el satisfactorio descubrimiento de una manera de adaptarnos propia, autónoma y genuina, poco a poco también irá calmándose; dejaremos de congratularnos como en los primeros momentos, de pensar en ello, de comentarlo o simplemente de recordarlo, de modo que, sea lo que sea lo que hayamos creado, se automatizará tarde o temprano, pasará a formar parte de nuestra forma de volver a la homeostasis y no se pondrá en cuestión próximamente. En otras palabras, dejará de requerir nuestra atención, y por tanto, interés. Se habrá cristalizado convirtiéndose en una rutina más.
Es fantástico que tengamos la máquina de crear rutinas tan bien afinada, dispuesta y precisa, tras milenios de evolución, ya que nos ahorra muchísima energía consciente, la del aquí y ahora, evitándonos tener que pensar en el próximo movimiento al conducir tras diez años de carné, o evaluar qué quiere decir el tono de la pareja al decir tal o cual cosa. Sin embargo, en el caso de que sea necesario actualizar dichas rutinas, no podemos hacerlo inconscientemente, automáticamente, como el sistema operativo de un ordenador o un móvil; no. En ese caso, volver a hacer líquido el proceso tras la cristalización requiere revertir el proceso a un punto en el que se puedan reordenar los pasos o crear unos nuevos, y una de las maneras de conseguirlo es la sorpresa.
Cualquier buen escritor sabe que la forma de captar la atención y, por tanto, el interés del lector, es hacer un giro inesperado que rompa la ‘rutina’ del momento, haciéndole abrir sus sentidos a algo nuevo. La sorpresa nos conecta y nos activa; surgen de nuevo las preguntas, las dudas, aunque de un modo primario. La sorpresa es algo así como el trampolín para la atención, el interés y la curiosidad. Probablemente no sea posible crecer sin sorprenderse, sin ese momento extraño e intrigante que podría expresarse con un ‘¡Ah! Pero, ¿era posible algo como esto?’, sin el torrente de adrenalina y serotonina en la sangre que nos despierte una punzada de vitalidad, de riesgo gustoso incluso, previo al cotejo inmediato con los esquemas mentales y abierto aún, a que ninguno de ellos encaje esta vez. Quizá, a fuerza de consumir novedades constantes en el fragor del mundo, esté en riesgo también nuestra capacidad para ‘ver por primera vez’. Y quizá, solo quizá, esta sorpresa nos dé la oportunidad e incluso nos obligue en ocasiones a poner en marcha la creatividad, y con esta, un futuro para inventar.