Podríamos decir que la expresión de uno mismo en la vida cotidiana tiene la capacidad de prevenir, en cierto grado, la depresión. Dicho así, suena a sobregeneralización sabiendo, como sabemos, que la depresión es una fuente de sufrimiento grande y puede llevar a desenlaces fatales. Somos seres pensantes pero también sintientes –antes que pensantes– y ese sentir hace alusión tanto al mundo externo como al interno: sentimos por lo que nos dicen pero también sentimos por lo que imaginamos o por las sensaciones de nuestro cuerpo. Y sentimos nuestra presencia en el mundo. Sentimos el lugar que ocupamos en la colectividad y en las relaciones personales y, aunque no con la nitidez de una idea concreta, sabemos si somos apreciados o no, si se nos escucha, si podemos aspirar a movernos de lugar o no, etc.
Como si de una manada de lobos se tratara, en el grupo grande aprendemos cuál es ese lugar que se nos asigna –que no necesariamente el que nos corresponde– y desde el cual los otros están dispuestos a relacionarse con nosotros, con nosotras; y en el cual nosotros tenemos una función y no necesariamente otra. Los estereotipos de género, profesión, raza, etc. son un claro ejemplo de esto. Nada más nacer se nos invita a ocupar dicho lugar entre todos los posibles. En un primer momento el impacto de esta invitación es más físico y relacional (por ejemplo, si en el entorno que nacemos podemos ‘pedir’ que nuestra madre esté disponible o no para darnos de comer o arrullarnos; lo cual no es posible en todos los entornos), lo cual marca unas dinámicas concretas. No es lo mismo nacer en un lugar u otro, en una cultura del cuidado o en otra, en un entorno de abundancia o de escasez.
Estas invitaciones y nuestra capacidad de adaptación sin elección en esa edad tan temprana hacen que ‘elijamos’ actuar de tal o cual manera para encajar mejor, para obtener lo que necesitamos dentro del marco posible, todo ello en esta etapa sin que podamos pensar como adultos aún. A medida que nos desarrollamos y vamos pudiendo salir al encuentro del siguiente ‘anillo’ de relaciones, este posicionamiento –y los aprendizajes tempranos– se confirma o se desmiente con las invitaciones de esas nuevas personas (y con ‘invitaciones’ quiero decir lo que se espera, con o sin palabras) en una nueva adaptación pero también en una nueva ‘poda’, por decirlo así.
Si el entorno es muy restrictivo, no necesariamente por rígido sino simplemente porque las opciones sean muy limitadas, la persona va a tener que dejar a un lado aspectos de su subjetividad que sean disonantes con lo que se espera, para obtener lo que necesita –o al menos lo más imperioso– del entorno y, poco a poco, incluso terminar olvidando más allá de lo básico (comida, refugio, ausencia de crítica o violencia… Cosas así), terminar olvidando que tiene un ritmo diferente, una curiosidad diferente, unas aspiraciones o gustos distintos, pero sobre todo olvidando que estos aspectos disonantes le conforman nuclearmente, no son ‘optativos’ o de menor grado.
La expresión de la forma única de ser, más allá de lo que se espera con mejor o peor intención por parte de nuestro entorno para que encajemos en él, nos hace sentir nuestra capacidad y poder para impactar en el mundo, nuestra visión para inventarnos la vida, nuestra forma única de sentir y ejercer nuestra libertad, nuestra creatividad que, por cierto, será imprescindible cuando todas esas personas del entorno nos cedan el testigo.
Dejar de expresarnos y ser respondidos con aceptación e incluso celebración, nos deja una mácula difícil de remontar: ‘no soy adecuado, no soy válido… Y no lo soy en algo que no puedo cambiar’. Recuperarse de tal conclusión requiere de mucha fuerza y esperanza de que alguien, en algún lugar, vaya a sintonizar con nuestra esencia, dándonos así, en casos extremos –y quizá no tanto–, el permiso para existir libremente. Y ahí empieza el poder, la cara opuesta de la depresión.