Revisitando a Mozart
La segunda mitad del siglo XVIII recoge lo mejor del clasicismo: equilibrio, simetría, estructuras limpias, claridad, sencillez… atributos todos ellos de los autores que presentó anoche el pianista islandés Víkingur Ólafsson en su recital Mozart y sus contemporáneos.
Efectivamente, Ólafsson tocó la primera parte del concierto con una técnica exquisitamente clásica. Con una articulación pequeña pero muy martillada y regular de impecable digitación individual –al más puro estilo centroeuropeo–, sin más peso que el del propio dedo y con pulcra limpieza del pedal de resonancia, el pianista obtuvo un sonido límpido, cristalino, casi perlado, de vertiginosa agilidad y delicada firmeza, ajustado en todo momento al clasicismo más ortodoxo.
La alegría e imaginación de Galuppi, la libertad armónica y el virtuosismo de C.Ph.E. Bach, el lirismo de Cimarrosa –con un desdibujado legato que permite melodías más cantábiles manteniendo la limpieza de la articulación–, la mezcla de barroco y clasicismo que enriquecen la siempre inteligente música de Haydn y, por supuesto, la transparencia, nitidez y luminosidad de las composiciones de Mozart dibujaron una primera parte del concierto sin aplausos entre piezas –que, si bien hubiesen interrumpido en exceso rompiendo concentración y ritmo, también hubiesen servido para aliviar la tensión, las molestas toses con sus consiguientes caramelos, y hubiesen ayudado al oyente a reconocer más fácilmente la pieza que se encontraba escuchando–.
La segunda parte del concierto, sin embargo, pese a presentar también obras de Mozart y Galuppi –también sin pausas entre ellas–, tuvo un carácter mucho más personal que se vio reflejado en la técnica empleada. Con un estilo muchísimo más cercano al romanticismo, el islandés mostró aquí un mayor disfrute de los contrastes dinámicos, una clara obsesión por el detalle y un total desmayo del tempo, abandonándose en el deleite de cada nota. Se acompañó aquí de un fraseo más dilatado, más pesado, marcado por movimientos más extensos y prolongados del brazo, trasladando esta amplitud al sonido del piano. Y, si bien es una concepción excesivamente amanerada de la música galante –más propia del romanticismo más afectado–, es innegable que posee un sello absolutamente personal, subjetivo y de extraordinaria sensibilidad.
Como propina, la sonata para órgano n.4 de Bach –arreglada para piano por un alumno de Liszt– también en un estilo que el propio cantor de Leipzig no hubiese dejado de aplaudir… aunque le hubiese costado reconocerse.