Kepa Arbizu

Hank Williams, el trovador afligido

Los cien años del nacimiento de Hank Williams (17 de septiembre de 1923) se celebran con la figura del prestigioso músico country encaramado en el parnaso de creadores que se han significado como una influencia o referencia decisiva capaz de atravesar con amplitud los márgenes de su género.

Hank Williams.
Hank Williams. (NAIZ)

La disputa entre la figura de Dios y el Diablo ha alimentado desde su nacimiento a la música popular estadounidense. Iglesias y predicadores se camuflan entre antros nocturnos cuando se trata de señalar los centros de aprendizaje donde han crecido sus diferentes intérpretes.

No es de extrañar por lo tanto que muchas de sus figuras más representativas lleven consigo una banda sonora donde se escenifica esa contienda entre el camino de la salvación eterna o un infierno rebosante de recompensas inmediatas. Uno de esos combates se desplegó con virulencia en el espíritu de Hank Williams, quien sin duda no solo es el principal mentor del country moderno, sino simiente para géneros posteriores.

Al contrario que sucede con otras ovejas descarriadas que se han aupado hasta los libros de historia, la valía artística del compositor norteamericano tiene la suficiente enjundia como para necesitar del apoyo de esa siempre jugosa leyenda fatídica, episodios de una vida disoluta que, por otro lado, fueron alimento indispensable para su sublime cancionero.

Una condición errática que cargó a su espalda desde la misma cuna, naciendo con una malformación en la columna vertebral, la espina bífida oculta, que le originó unos fuertes dolores que nunca le ofrecieron descanso y que no es difícil adivinar su papel como desencadenante de otras tantas desventuras posteriores.

Nacido en la zona rural de Mount Olive, en Butler County (Alabama), el 17 de septiembre de 1923, un año después de hacerlo su hermana Irene y dos del que debía ser el primogénito, si no fuera por su inmediato fallecimiento, el error a la hora de inscribir su verdadero nombre, Hiram, transcrito equivocadamente como Hiriam, significa el primero de un listado de contratiempos que padeció un niño que cambiaría de residencia en función de las necesidades laborales de su padre, ingiero ferroviario, hasta que este, aquejado de las consecuencias por las heridas sufridas durante su participación en la I Guerra Mundial, decidiera enviar a quien pronto se haría llamar Hank en compañía de sus tíos.

Será junto a ellos, entre cánticos y bailes al albur de las celebraciones religiosas, cuando comience un despertar musical protagonizado por las enseñanzas que toma, a cambio de un poco de comida, de un bluesman callejero, Rufus Payne, que le desvela los primeros trucos de su guitarra. Una pronta virtud recompensada por los quince dólares obtenidos al ganar un concurso de talentos, pero especialmente por el interés despertado en la emisora de radio WSFA, que le acogería a partir de entonces en sus representaciones.

Botellas, (des)amor y genialidad

Un mundo del espectáculo al que se acercó flanqueado por la banda Drifting Cowboys, con la que consiguió ofrecer conciertos por la zona y conquistar mayor relevancia. Un periplo truncado por el estallido de la II Guerra Mundial, y el consiguiente reclutamiento de sus compañeros, pero ya herido antes por su desmedido apetito por buscar compañía en las botellas, una costumbre que empezaba a dejar un caudal considerable de renqueantes actuaciones que iría acumulando durante el resto de una corta vida que se apagó a los 29 años, siendo también un necrológico precursor en esa nómina de jóvenes pero desgastados cuerpos devorados por la mezcla de desesperación y éxito.

Durante uno de esos itinerantes recorridos conocería a Audrey Sheppard, quien –además de esposa– se afanaría por reconducir su carrera, algo que conseguiría gracias a esa vieja táctica de abordar al gerifalte de turno para presentarle al próximo gran héroe (musical) al que no debe dejar caer en garras de la competencia.

En este caso fue Fred Rose quien atendió unas plegarias que desembocarían en una fructífera relación, fruto de la cual acabaría llegando su primer disco de estudio, ‘Hank Williams Sings’, aunque ya contaba con una grabación anterior (‘‘Original Songs of Hank Williams’’) que recogía sus interpretaciones en una emisora de radio y previo paso a una buena ristra de temas acomodados con elogiosa facilidad en los puestos de honor de las listas de éxito, inaugurada con ‘Move It On Over’ y dándole continuidad por medio de ‘Cold, Cold Heart’ o ‘Lovesick Blues’, entre otros muchos.

Pero si un músico country tiene un Edén al que aspira ser invitado ese es el programa ‘Grand Ole Opry’, paraíso del que había sido rechazado poco tiempo antes pero que en esta ocasión no solo conquistó, sino que fue convidado a repetir su actuación hasta séis veces.

Hank Williams no era ya una figura en ciernas, había alcanzado el status de estrella. Condición a la que había llegado, absorviendo eso sí el legado de precursores como Ernest Tubb o Roy Acuff, sin ninguna formación musical ni un gran dominio técnico. Sus virtudes se sustentaban en la supuesta sencillez de crear melodías sobrias pero pegadizas y convertir su voz, profunda sin llegar a la afectación, en el espejo de los vaivenes emocionales a los que está sometido todo individuo.

No obstante, sus canciones no dejaban de ser un diario personal de las desolaciones que le asaltaban, ya fuera por su errático currículum sentimental o sus constantes problemas de salud, acuciados por dolencias cardíacas tratadas por un desaprensivo doctor a base de anfetaminas y morfina, bálsamos funestos para lidiar contra la constante aflicción.

El sueño eterno A pesar de la corta biografía que acumula el músico, sus episodios se repiten como un eterno retorno donde solo cambia el decorado para una predisposición hacia la tragedia a la que canciones como ‘I’m So Lonesome Cry I Could Cry’ o ‘I'll Never Get Out of This World Alive’ parecían poner nombre.

Un recorrido final que se materializa en un intento de gira que a modo de maldición atmosférica es acompañado por fuertes temporales y que acabará por dibujar al compositor sin vida en la parte trasera de un coche al que se sube bajo una fuerte ingesta de alcohol y medicamentos, desconocedor de que ahí se iniciaba el trayecto de una leyenda inmortal.

Observar la figura de Hank Williams solo como la de un genio con demasiada facilidad para sucumbir al eco del abismo significa obviar una existencia descrita desde su inicio bajo unos renglones torcidos a los que nunca llegó a sobreponerse.

Quizás fue dicha debilidad la que le ha convertido en uno de esos contados músicos que consiguen que sus canciones cabalguen a través de los años sin menguar su capacidad para convertirse en esa mano, temblorosa pero sincera, que se posa sobre el hombro de un ser humano inevitablemente supeditado al desconsuelo.