Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Reconocer la normalidad

Es un mundo curioso este que hemos creado, en el que, para algunas personas, es extraño vivir sin preocupaciones. Y digo extraño porque la calma se vuelve difícil de reconocer. Después de los años parecen quedar atrás los momentos de plena despreocupación de la infancia o la adolescencia -para algunas personas-, y la cesión de las responsabilidades en otros. El mundo entonces era mentalmente más reducido, las opciones estaban adscritas al marco de la propia experiencia y la de los más allegados. Solo más adelante, con el nacimiento de esa mente anticipatoria, analítica, con suficiente experiencia como para temer cosas nuevas, el mundo se anchó, se diversificó, y ‘lo que podría salir mal’ creció junto con nuestra capacidad de comprensión y, por tanto, nuestra responsabilidad sobre el resultado de nuestro propio mundo.

Tanto es así, que la anticipación se volvió el estado natural para mucha gente, incluso la necesidad de anticipación en un mundo grande y desconocido. Y anticipar no es otra cosa que imaginar, sí con datos de la propia experiencia, pero también aderezados con invenciones creativas a partir de nuevos acontecimientos. Estar atentos al futuro se ha convertido en estar atentos a lo que puede ir mal; supuestamente con una intención ‘buena’ y ‘necesaria’, que es adaptarse, prepararse, adelantarse. Sin embargo, este proceso tiene también material de desecho, la ‘carbonilla’ que se va quedando en las esquinas de la mente y nos hace ver primero lo malo. Y quizá, para ser libres mentalmente, para ser flexibles -y realistas-, tengamos que limpiar o asumir al menos, que esa carbonilla habla solo de uno de los resultados posibles de las situaciones que imaginamos.

En ningún sitio está escrito que lo más probable sea lo más catastrófico -¿se imaginan los lectores, las lectoras, lo que sería despertarse por la mañana y llenar la mente de escenarios en los que todo sale estupendamente?- y esta relativización quizá por sí calme algo la angustia de vivir pendientes de una sorpresa desagradable. E incluso, cuando conseguimos esto a veces nos viene la sospecha: ¿Y si estoy siendo un ingenuo, una ingenua? ¿Y si esta calma que siento es el anticipo de la tempestad? ¿Y si, como decía el chiste, alguien nos quita lo ‘bailao’?

Y, al mismo tiempo, sentir la tranquilidad de reconocernos en el lugar donde estamos bien, el que nos pertenece, nos da fuerza ante cualquier incidente; reconocernos en el lugar de lo conseguido, y de nuestras capacidades para crecer, es protector ante lo inesperado; confiar en que «lo lograremos» y que eso es lo normal en la mayoría de los casos, nos hace dejar de tener la puerta abierta a la angustia de un depredador que no acaba de llegar. Y si llega, somos muchos alrededor. Reconocer la calma es reconocer la normalidad, quizá más habitual de lo que creemos.