IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Viejas historias, nuestras historias

(Getty)

Pensar, sentir y actuar fuera de lo establecido es tanto una necesidad para los grupos como, a menudo, una enorme dificultad. La identidad de los grupos, pequeños o grandes, está forjada a base de experiencias reales que unos individuos tuvieron y que se van quedando en forma de procesos, usos o creencias para los que vienen detrás. En lo lúdico, es muy visible cuando pensamos, por ejemplo, en la música. Todo un grupo humano hace cuarenta años, bailó, se enamoró, pensó o actuó al son de tonadas que hoy se ven con distancia, extrañeza y desapego por quien tiene ganas de bailar.

La manera en la que las nuevas generaciones de un grupo abraza las pasiones de las anteriores tiene mucho que ver con la influencia de estas, la presión que ejerzan, o la dedicación para transmitir lo que para ellos fue tan importante. Y esto supone un gran dilema para todos. Para unos, su deseo de trascendencia hace muy difícil renunciar a satisfacer las deudas sin saldar o los anhelos no cumplidos (aspectos todos ellos muy profundos de la identidad personal y de grupo). Y los grupos raramente arreglan sus papeles antes de pasar el testigo a las nuevas generaciones. Incluso individualmente, raramente se puede poner fin internamente a una lucha que ha sido el centro de la propia vida, para no ‘entregarla’ sin terminar a los que vienen detrás, con la expectativa secreta o no, de que ellos salden lo que otros no pudieron. Y es que, no solo se hereda el patrimonio, también se heredan asuntos inconclusos como parte de la identidad grupal.

Ver a gente joven coreando eslóganes de hace cincuenta años, con fervor y convicción pero sin haber tenido una experiencia directa, sin que sean ‘sus’ eslóganes o sus conclusiones, parece hacer imposible pasar página en algunos asuntos, bien sean estos políticos, identitarios, o familiares, y señala la mano de alguien que ha empleado mucho esfuerzo en transmitir no solo la idea, sino la vinculación con el hecho. Pero también en la pequeña escala sucede: ver a hijos repetir los lamentos de sus padres como si fueran propios, adoptar sus restricciones o su manera de defenderse del mundo, da una sensación de destino, que cualquier nueva generación debería tener el derecho de desafiar, de abandonar.

Y no es fácil ni para unos ni para otros. Por el otro lado, quien recibe la herencia, tiene difícil rechazarla, cuestionarla o incluso matizarla de primeras si quiere pertenecer, o ‘ser’ de ‘los nuestros’, máxime, si no hay permiso para ello o siquiera es una idea posible. Máxime si perciben que no hay alternativas para ser de otra manera, a partir de su propia curiosidad, o de sus propios vínculos.

¿Serán las generaciones previas tan generosas -curiosa coincidencia etimológica- como para renunciar a parte de su identidad para que las nuevas construyan la suya? ¿O las nuevas podrán escuchar el legado sin tener la responsabilidad de resolverlo? Todo un dilema.