IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

El silencio

Nuestras palabras encuentran su ritmo, su potencia, su sentido en una íntima relación con su propia ausencia; sin silencio no habría ritmo, intención, o espacio para el otro. También la música es posible gracias al silencio entre las notas, que dan armonía, melodías, tempos. El vacío, la ausencia de sonido en estas dos maneras tan distintas y tan parejas de expresarnos, las hace posibles, aunque no nos demos cuenta. Las personas nos regimos en general por el sentido de la vista y el oído para movernos y entender el mundo, los llamados telesentidos, e incluso nuestros conceptos están ligados a esta experiencia perceptiva concreta, por eso nos es tan difícil entender lo que existe allá donde no vemos, llegando incluso a deducir que donde hay silencio o vacío, no hay nada.

Psicológicamente, también el silencio nos evoca la indiferencia, el automatismo, la desconexión y, aunque evidentemente también pueden habitar en él, a su vez es nido de variabilidad, mucho más amplio que cualquier gesto o palabra. Cualquiera de nosotros sabe que cuando estamos en silencio en presencia de alguien, nuestra actividad interna no cesa. Puede que estemos haciendo la lista de la compra o cantando una canción, puede que hayamos decidido callarnos precisamente por quien tenemos enfrente o que simplemente no tengamos ganas de hablar, puede que nos hayamos retirado a un lugar interno inaccesible sin que nadie se dé cuenta pero el silencio en nosotros, no es sinónimo de ausencia.

Evidentemente elegimos permanecer callados y, al mismo tiempo, nos olvidamos a veces de que se trata de una elección. Otras veces en cambio la hacemos más consciente que nunca a modo de reivindicación interna o de protección ante un posible ataque, y callamos. En otras ocasiones, esta decisión es fruto de una comprobación a lo largo del tiempo de que mostrar o hablar sobre ciertos aspectos de uno mismo no tiene respuesta por parte de los interlocutores, así que, «¿para qué hacerlo?». Al permanecer en silencio también podemos regular el contacto con los demás, cerramos puertas a estar en relación todo el rato, o lo hacemos con nosotros mismos, cerrando nuestro contacto por dentro a ciertas realidades y abriendo un tiempo para simplemente sentir, descansar internamente, cargar pilas…

De la misma manera aunque por razones opuestas, también estamos en silencio cuando por dentro hay un caos que nos supera y no podemos poner en palabras, cuando sentimos que tirar del hilo fuera como abrir la compuerta a un torrente que no podremos cerrar después; o cuando hablamos interna e intensamente con alguien a quien no nos atreveríamos a interpelar abiertamente. Y probablemente a cada tipo de silencio le acompaña una emoción. Por ejemplo, este último tipo de silencio y el miedo suelen ser compañeros, ya que el silencio es fruto entonces de la anticipación de un potencial peligro de crítica por parte del otro, o una previsión de que lo que tenemos que decir vaya a dañar de algún modo a ese otro si lo compartimos, pero podemos encontrar tantas emociones como las que mostramos con palabras.

También en el silencio pueden habitar todo tipo de fantasías y diálogos internos sobre nosotros, los demás o el mundo en general, que llegan a sustituir la experiencia real, el encuentro o la exploración. Razón por la que a menudo ciertos secretos dolorosos se pueden mantener para siempre, ya que, en ese silencio, la fantasía de qué pasará si se rebelan es tan potente tras alimentarla durante largo tiempo que sustituye y anula la posibilidad de experimentar la reacción real de la gente de alrededor hoy.

Y finalmente, también el silencio puede ser una caja de resonancia para ideas nuevas cuando nos vaciamos en parte de lo anterior y, como en la música o la poesía o como en las matemáticas o la física, ese espacio vacío esté lleno de potencialidad.