IñIGO GARCIA ODIAGA
ARQUITECTURA

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Acomienzos de marzo se ha otorgado el premio Pritzker, un galardón anual que comúnmente es conocido como el Nobel de la Arquitectura. Este año ha recaído sobre el arquitecto indio Balkrishna Doshi, quien, a sus 92 años, ve reconocida su trayectoria plasmada en los más de cien edificios que ha realizado. Pero, si algo destaca el premio, es su compromiso y su dedicación a su país y a las comunidades más pobres y desfavorecidas a las que ha servido, así como su influencia como docente en el resurgir de la cultura india.

El Pritzker, como muchos otros premios, pone en cuestión, además de a aquellos que reciben el galardón, a aquellos que lo juzgan. El jurado de este tipo de galardones pone el foco sobre un determinado arquitecto, y con ello eleva la atención sobre un modelo, una forma de hacer o un compromiso que, en cierto modo, denota el momento y las preocupaciones actuales de la sociedad.

Para una disciplina como la arquitectura, en la que los procesos son especialmente largos, hay que tener en cuenta que producir un edificio de cierta envergadura puede llevar entre cinco y diez años; dos décadas es un tiempo muy escaso para denotar una evolución, un antes y un después. Pero por el contrario, resulta curioso comprobar quiénes fueron los premios Pritzker en los años 1998 y 1999 –justo cuando echaba a andar 7K–, para medir el cambio de tendencia, intereses y anhelos.

Renzo Piano y Norman Foster recibían de forma consecutiva el premio. Ambos arquitectos estaban ligados al denominado High Tech, un movimiento arquitectónico que, retomando los temas propios del movimiento moderno, los reinterpretaba a partir del uso de la tecnología. Esta glorificación y fascinación por la continua innovación técnica describía bien el anhelo previo al cambio de milenio, en el que, de alguna manera, la sociedad percibía su entrada en el futuro y se retomaba la confianza en que la tecnología podía ayudar a mejorar el mundo. El Centro Pompidou de París, obra de Renzo Piano y Richard Rogers, o el edificio del Commerzbank de Francfort, proyectado por Norman Foster, resumen esa estética tecnológica en la que las estructuras, instalaciones, tuberías o ascensores se convierten en iconos del edificio y hacen gala de la complejidad constructiva del edificio y de la capacidad del hombre para resolverla.

Desde la perspectiva actual, parece que no son esos los sueños de aquellos que habitamos este mundo ya algo avanzado el siglo XXI. En un mundo en el que las desigualdades, la falta de libertades y la globalización parecen no dar tregua, Balkrishna Doshi abre un nuevo camino, un ejemplo para lidiar desde la arquitectura con esa realidad. Doshi trabajó con dos de los grandes maestros del siglo XX: Le Corbusier y Louis Kahn.

Sin duda, los primeros trabajos de Doshi fueron influenciados por estos arquitectos, como se puede ver en las formas geométricas y radicales de hormigón que empleó. Sin embargo, Doshi fue reelaborando ese lenguaje de sus primeros edificios hasta adaptarlo al contexto cultural y social de su país. Con el estudio y compresión de las profundas tradiciones de la arquitectura de la India, unió la prefabricación y la artesanía local, y desarrolló un vocabulario en armonía con la historia, las tradiciones locales y los tiempos cambiantes de una cultura tan ancestral como la de la India.

Con los años, Doshi se ha mantenido en una posición tranquila, alejado de modas o tendencias, con un profundo sentido de la responsabilidad y el deseo de contribuir a construir su país y traer a sus gentes una arquitectura auténtica y de alta calidad.

En el año 1950, realizó su primer proyecto de vivienda para personas de bajos ingresos y cuarenta años más tarde seguía en la misma batalla construyendo en Indore el complejo de viviendas Aranya, un refugio para las castas más bajas de la sociedad. Toda la planificación de la comunidad, la escala, la creación de espacios públicos, semipúblicos y privados son un testimonio de su comprensión por el funcionamiento urbano puesto al servicio de las personas. Una ordenación urbana en la que se crearon espacios para protegerse del sol, atrapar la brisa y proporcionar comodidad y disfrute, tanto en el interior como en los exteriores de los edificios. Creando así un espacio tranquilo y en equilibrio, donde todos los componentes, tanto materiales como inmateriales, construyen un todo que es mucho más que la suma de las partes.

En este sentido, la obra de Doshi demuestra constantemente que toda buena arquitectura y planificación urbana no solo debe unir propósito y estructura, sino que debe tener en cuenta el clima, el sitio, la técnica y el oficio, junto con una comprensión y apreciación profunda del contexto en el sentido más amplio. Algo que hoy, veinte años después de aquellos sueños en los que la tecnología salvaría el planeta, parece evidente y, al mismo tiempo, revelador. Lo que este año ha propuesto el Pritzker es volver atrás, poner el acento sobre lo esencial, sabiendo que únicamente la igualdad y la fe en el espíritu humano pueden construir una arquitectura y un mundo mejor.