IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

No encajo

Quien más y quien menos ha tenido esa incómoda sensación alguna vez de que aquello que está haciendo, aquella relación que está teniendo o aquel momento que está viviendo no le pertenecen. Es una sensación difusa, poco intensa pero que, de repente, se hace presente como una percepción de no ser uno mismo, de estar “con la cabeza en otro sitio” un alto porcentaje del tiempo, o de que, simplemente, uno no encaja. Da igual si hemos elegido en otro momento estar donde estamos o si el resto de la gente muestra desconcierto cuando lo compartimos y nos rebate con argumentos con los que podemos estar de acuerdo. Es más, hay ocasiones en las que no sabemos por qué, pero incluso lo que en otros momentos nos gusta mucho, dominamos y elegimos, hay días que parece que no fuera nuestro, o dicho con más precisión: que no fuera lo nuestro. Entonces se abre una rendija a la confusión: ¿Será que no estoy donde debería? ¿O me he estado engañando todo este tiempo y esto no se me da bien?

Nos observamos por dentro con desconcierto, no sabemos muy bien qué hacer con esa voz que parece solvente pero incoherente con el curso natural de las cosas, esa que un día pregunta: ¿Tú estás segura? La sorpresa hace que se activen las alarmas y empecemos una búsqueda forense de evidencias que demuestren que esa vocecilla está ahí por alguna buena razón.

Pueden entonces estar pasando varias cosas. Cabe la posibilidad de que realmente algo en la trastienda de nuestra mente haya hecho “click” y concluido que es hora de cambiar; pero cuando es una sensación pasajera y nos asalta ante cosas que normalmente disfrutamos o nos van bien, puede que lo que esté sucediendo es que nos vaya demasiado bien. O por lo menos, demasiado para lo que hemos conocido.

La vida va cambiando y nosotros con ella; desde bien prontito afrontamos sus carencias y nos acostumbramos a las inclemencias que sean necesarias para sobrevivir. Si todo va bien, con el tiempo las estrategias primitivas y torpes para afrontar las preocupaciones infantiles, las relaciones hostiles de entonces y los cambios que nos sobrepasaban, dejan de hacer falta. La vida ha cambiado y tenemos la suerte de crecer y construir un modo de vida con relaciones más equitativas y satisfactorias, cambios para mejorar y convirtiendo las preocupaciones en fuentes de información. La vida no está tan mal después de todo. Es más, si el bienestar de hoy es muy llamativo, nos sucede como a los niños y a las niñas de en torno a 2 años, que corren a explorar y, de repente, tienen que pararse, mirar atrás y detectar dónde está su madre antes de seguir con la aventura.

De una forma similar, cuanto más nos alejamos de la precariedad vivida, del esfuerzo que nos ha marcado o de una cultura familiar asfixiante, más vértigo habrá por lo desconocido –aunque curiosamente sea el bienestar– y echaremos de menos la estructura rígida cuando estamos creando “lo nuevo nuestro”. Entonces se dan esas sensaciones del principio, como una forma de echar la vista atrás; sentimos que no encajamos, que seguimos de algún modo siendo aquellos que tenían que vivir preparados para la carencia, el estrés o la soledad, y lo bueno se nos hace inseguro. Entonces caben dos opciones: honrar que esa vocecilla está tratando de protegernos del impacto de romper radicalmente con las lealtades del pasado y seguir adelante; o redefinir la realidad para que lo poco que ha detectado esa voz como amenaza se convierta en mucho, y tengamos que volver al redil, a aquella manera de vivir. A menudo se trata solo de miedo a crecer, miedo a seguir corriendo, como esa niña de 2 años, y que, en un momento dado, ya no necesitemos mirar atrás y seamos totalmente independientes. Dudar de lo bueno conseguido nos hace sentir que todavía pertenecemos a cuando no sabíamos, lo cual, por lo menos, es pertenecer a algo.