Desperezarse para reaprender
Abrir un grifo y que salga el agua probablemente sea el ejemplo más cotidiano y gráfico de nuestra capacidad para habituarnos a lo más inverosímil. Hoy en otras partes del planeta este simple gesto resulta impensable, lejano, casi de otro planeta: el nuestro. Lejos de agradecer el prodigio, ni tan siquiera reparar en él, nuestra sed encuentra automáticamente alivio con dar unos pasos, se sacia sin necesidad de ningún esfuerzo. Otros lo hicieron por nosotros. Y no ya por la falta de esfuerzo, sino por el reconocimiento o el asombro inexistentes, el prodigio se ha convertido ya en rutina, o menos que eso, en muda asunción.
No en vano, el mundo de las ideas es también un mundo de habituación, incluso el mundo de las emociones y los sentimientos. Si algo sabemos de nuestra percepción y atención es que se precisan estímulos cada vez más intensos para captar esta última si la primera está mediada por la costumbre. Más volumen, más movimiento, más novedad, son necesarias para abrir de nuevo la vía del aprendizaje. Es difícil también cuestionar lo ya aprendido una vez que le ponemos nombre a lo nuevo. Perdemos el interés, la curiosidad y, por supuesto, el riesgo de retarnos cuando el estímulo nuevo se asimila una y otra vez, tragado por nuestro enorme agujero negro que es la mente, que absorbe conceptos, imágenes y escenarios y haciéndolos girar en torno a un fortísimo centro de gravedad: el Yo. Todo adopta la escala del Yo una vez asimilado, entendido o descrito, y termina formando parte de él, una parte inextrañable. Algunos lo llaman aprendizaje, aprehensión, comprensión o uso de lo aprendido, sin embargo, al reducir los estímulos que nos ofrece el entorno a una idea o sensación propia, corremos el riesgo de perder el contacto con su naturaleza, con su esencia, que es ajena a nosotros. El propio proceso de dar sentido consciente a la experiencia, la que, en esencia, suele ser mayor que nosotros mismos, pasa por despojarla también de su magnitud natural, y por tanto, del poder que tenga sobre nosotros. Minimizar la importancia de un peligro, negarlo, justificar un comentario hiriente por nuestra necesidad de mantener esa relación –o todo lo contrario, sentirnos heridos profundamente por maneras de hablar ligeramente más rudas–, son los efectos de esta asimilación natural en algo meramente mental y centrado en nosotros.
Cambiar las cosas importantes de la vida conlleva desperezar de nuevo las vías de percepción y atención que fijaron aquello que hoy hemos terminado dando por hecho, o sobre lo que hemos asumido que es una creencia inmutable o conveniente. Y “desperezar” probablemente sea un término ajustado, ya que, si bien durante el aprendizaje nuestra percepción y atención se alían con nuestra memoria y necesidades para dar sentido a las experiencias que tenemos, lo hacen en busca de la verdad, una relativa al menos; es decir, abrimos las puertas a aquello que tiene relevancia emocional para nosotros en ese instante, dadas nuestras circunstancias, y aquello que es sintónico con ellas, que nos sirve entonces, lo aprendemos como algo “bueno”, “necesario” y, en esencia, “cierto”.
Si, más adelante, las circunstancias cambian, corremos el riesgo de no poder actualizar lo “cierto, necesario y bueno” tan fácilmente. Tenemos entonces que lavarnos la cara, psicológicamente hablando, para volver a activar los sentidos, quizá con esfuerzo al principio, pero esa sensación de incomodidad es imprescindible para despertar la atención y percibir con nuevos ojos lo que dimos entonces por bueno. Y, eventualmente, dejar de tolerar lo que tolerábamos, asumir lo que asumíamos, para que nuestro Yo de hoy, el de las nuevas circunstancias, pueda crear su nueva verdad, bondad, necesidad y certeza en la mente… Sabiendo que, también estas son caducas, y que estarán en función de la naturaleza del Yo… Hoy.