El covid es culpa tuya
Si hay una situación que vamos a tener que afrontar estos días extraños que vivimos, es la perenne disensión sobre la manera de gestionar la locura en la que hemos estado inmersos. Es una situación tan extraña y desafiante que aún no sabemos muy bien los efectos que afrontaremos. Sin embargo, mientras tanto, nos vamos a despachar a gusto contra los que consideramos responsables de lo que nos ha pasado. Y es que nos resulta intolerable atravesar las situaciones difíciles de la vida sin tratar de buscar de algún modo causas y efectos, como si en esas pesquisas pudiéramos aislar y, por tanto, controlar la fuente de nuestros sinsabores, es decir, quién debería pagar las consecuencias.
Desde muy temprano podemos reconocer a una niña que le llama tonta a su madre por ponerle un límite que no le gusta, como una personita intentando deshacerse de su frustración en forma leve agresividad. Mucho más tarde, cuando nos golpeamos el dedo meñique del pie desnudo contra una esquina cualquiera, nos dan ganas de romper algo, o soltamos un juramento que nos alivia, mínima pero eficazmente. Más allá de desear escurrir conscientemente el bulto del propio dolor o la propia frustración, estamos reaccionando con un impulso que, no solo nos sale en esas situaciones de efectos inmediatos, sino también en aquellas que conllevan un malestar más sostenido. No es lo mismo golpearse un meñique que tener que lidiar con una ruptura unilateral o un despido fulminante.
Lo que todas tienen en común es que, tanto el golpe en el dedo como la dificultad relacional, suceden de forma inesperada, nos pilla desprevenidos y nos hace tener que reaccionar a toro pasado, cuando ya no hay nada que hacer. En estas situaciones nos encontramos con toda la activación fisiológica y emocional como respuesta automática al impacto de eso que no deseamos, pero sin poder realmente dirigirla a nadie de alguna manera efectiva. Es decir: hagamos lo que hagamos el resultado no va a variar. Tras el impacto y, durante un tiempo, lo primero que notaremos es cierta desorientación fruto de lo imprevisto, que nuestro propio cuerpo trata de aplacar con algún tipo de acción, como si, reaccionando, aún tuviéramos oportunidad de evitar algún tipo de daño rezagado efecto de lo que nos acaba de pasar por encima. Damos manotazos al aire, insultamos, rompemos algo o, como en el caso que nos ocupa, dirigimos nuestras iras al primero que pase, o al más visible o señalable. Sin embargo, estas iras de las que hablamos no dejan de ser una manera de tratar de defenderse de la frustración o de la herida en el orgullo. A veces no reaccionar también es difícil, en particular cuando no estamos habituados a perder, a vivir el descontrol alrededor, o a ser completamente impotentes para afrontar alguna situación.
En la era de la omnipotencia del consumidor, asumir que no hemos podido protegernos –y que por ahora lo hacemos tentativamente– de un casi invisible bichito –aunque los virus no estén vivos realmente–, es un sapo bastante grande que tragar. Vamos a tratar de no hacerlo manteniendo el enfado, la búsqueda de culpables entre nosotros, la petición de asunción de responsabilidades y de castigos. Esta situación justificará las posturas más polarizadas, cuyos defensores se harán portavoces de la verdad –y lo serán, pero de su propio dolor–, confundiendo el sufrimiento personal y de grupo, de sociedad, con la resultante discusión de ventilación que nunca llegará a un resultado común, que nos alivie, que nos reconforte o nos ayude a pasar página o a aprender.
De nuevo, también en esta ocasión parece que nadie va a hablar de las heridas que quedan, nadie creará las condiciones para que el dolor cuente, y seguiremos adelante, guardando bajo llave el miedo que hemos pasado, y tratando, pírricamente, de hacérselo pagar a alguien… Probablemente a quien siempre hemos culpado de nuestros males.