Espacios para la reunión y el cuidado mutuo
Debiera ser obligatorio que toda aquella persona con responsabilidad o autoridad en el orden de los demás pasara una temporada, o dedicara varias horas al día al menos al cuidado de otras personas. Por cuidado no me refiero a aquellos padres y madres (sobre todo los primeros) que aparecen en los parques, como persona de triste figura que se queda clavada en el banco, mirando al móvil mientras su prole juega por toboganes y columpios. Me refiero a un cuidado de verdad, mayúsculo; el ir y venir a entregar papeles, cartillas y certificados a bancos y entidades; acompañar a tu padre, ya mayor, al médico a las 11 de la mañana a un ambulatorio repleto de gente; recoger a los niños del colegio por una fiebre inesperada, e ingeniártelas para hacer compra, cocina y limpieza para cuatro con una criatura con fiebre al lado; batallar en las oficinas municipales por un empadronamiento para conseguir un subsidio; pasear por las calles, buscar un banco y no encontrarlo (o, como está pasando en la pandemia, encontrarlo rodeado de la terraza que ha ampliado su superficie), tener que ir al baño en la calle y no querer entrar a un bar, pasear con una silla de ruedas y encontrarte el ascensor urbano averiado.
Como en todas partes, en el urbanismo también existen los negacionistas de lo diverso; según una línea de pensamiento, no existe una necesidad de un urbanismo desde una perspectiva de género, de los cuidados, de las personas mayores o de la infancia. Argumentan que el buen urbanismo ya contempla la variedad de situaciones y sensibilidades de nuestra sociedad, así que, ¿para qué hacer una visión parcial, si la visión general ya lo arregla todo? Es una negación a la mayor, que plantea que no existen desigualdades sistémicas, sino errores puntuales de diseño. Evidentemente, es un concepto equivocado, a juzgar por la cantidad de errores generalizados que se cometen: bancos que no sirven para sentarse cómodamente, falta de elementos básicos para la vida urbana como fuentes de agua potable, sombra y cobijo, arbolado, zona verde que permita estar frescos, alumbrado, rebajes de acera… Eso, por no mencionar barrios enteros sin un solo bajo comercial, con casas que, en lugar de estar a pie de calle –con la seguridad y sensación de calle viva que genera– están enterradas al fondo de la parcela.
Supongo que me toca decir que la culpa, frecuentemente, suele recaer en los arquitectos, pero lo cierto es que, de todas las plazas que pueblan nuestras ciudades y pueblos, muy pocas son fruto de un trabajo de arquitectura; en general, las plazas suelen ser pensadas y ejecutadas de un montón de maneras distintas, y suelen ser un conjunto de ideas felices de políticos, propuestas vecinales o de comercios cercanos, diseños de empresas que se dedican a la venta de mobiliario público y juegos infantiles, aportaciones de arquitectos municipales, y ejecución de los ingenieros de la sección de obras municipal. En pocas ocasiones las plazas se convierten en objeto de un concurso de arquitectura.
Espacios orientados a la vida cotidiana. La idea detrás de la plaza Israel, en Copenhague, era prosaica y podría haberse reducido a otro ejemplo de superficie de hormigón; la plaza, que venía siendo usada como aparcamiento desde los años 50, planteó la construcción de un parking subterráneo, con una plaza en lo alto. Todo el mundo tiene la idea de esas plazas sin árboles, con apenas sombra y gran superficie, que son las “tapas” de los párquines urbanos. En este caso, el Ayuntamiento de Copenhague convocó un concurso de arquitectura, ganado por el equipo local Cobe Architetcs. Capitaneado por su fundador, Dan Stubbergaard, el proyecto ponía el acento en la creación de espacios diversos, orientados a la vida cotidiana, a los juegos y a los cuidados.
La plaza se genera haciendo dos dobleces, como si cogiéramos la calle y la plegáramos, que sirven para realizar las entradas del aparcamiento subterráneo, y en la explanada se colocan dos zonas, una mayor con dos canchas deportivas, otra más pequeña dedicada a la práctica del skate. A lo largo de la plaza, limitados por la plancha estructural que cubre el parking, aparecen árboles con bancos circulares. La plaza limita al sur con el parque Ørsted, y en ese frente pierde su carácter urbano, desdibujando su límite con el verde. Una de las dobleces crea un canal, que se usa como gran sumidero de descarga de la lluvia, orientando el flujo de agua hacia el vecino parque.