Mirar al dedo
Quizá los lectores hayan oído alguna vez el dicho “cuando el sabio señala al cielo, el necio mira al dedo”. Una de las ventajas evolutivas de los seres humanos es lo que llaman la capacidad de mentalización, es decir, la de ser capaces de reconocer que el otro tiene su propia mente, diferente a la nuestra, y que nosotros tenemos un mundo similar pero únicamente singular al mismo tiempo, y que esos mundos, esas subjetividades o esas mentes distintas, se pueden observar, relativizar y compartir. De hecho, si seguimos el dedo del sabio hasta el cielo es porque entendemos que el sabio señala con una intención, con un afán de influirnos con su gesto, de invitarnos, en este caso, a ver lo que este está viendo, en este caso, el cielo. Es decir, las personas desarrollamos con mejor o peor tino la capacidad de reconocer al otro como un ser diferente con su propia subjetividad, diferente a la nuestra.
Sin embargo, no todo el que señala algo es un sabio, ni quien mira en una u otra dirección, un necio. De hecho, la intención de quien señala a un objeto o una idea no siempre es la de iluminar, sino a veces, la de distraer; y no necesariamente con una mala intención, sino para que no le miren al dedo. Y bajo a la tierra: sabemos que a las personas no nos gusta precisamente hablar de cosas difíciles con nuestros iguales, y antes de llegar a un consenso o siquiera a una explicitación de la dificultad del tema en cuestión que nos atañe, buscamos toda suerte de subterfugios para no entrar en materia. Y uno de los preferidos es la distracción, o el desplazamiento.
Pongamos por ejemplo el supuesto de que tenemos una pareja a la que ya no queremos, con quien hemos recorrido parte de un camino que se bifurca pero nadie quiere hablar de ello. Ambas personas notan que ya no es lo que era, que algo se va vaciando, y lejos de aceptar como tales los sentimientos de decepción, pena, hartazgo, uno de los dos decide innovar y, consciente o inconscientemente, “señalar” en otra dirección. O puede que alguien esté notando que se quiere marchar a buscarse la vida en un lugar más grande pero no quiere decepcionar a los que pensaron que se quedaría para siempre, y también “señala” en otra dirección.
Normalmente solemos “señalar” hacia situaciones, relaciones, que generan estímulo, que van a movilizar acciones por parte del otro pero que no van a afrontar la fuente de ese dilema que realmente nos está costando resolver. Los miembros de la pareja pueden entonces empezar a discutir sobre los hijos más de lo normal, de una manera más enconada, simbolizando la separación de la que no pueden hablar en la separación de opiniones o acciones, en la creación de bandos. O nuestra viajante en potencia puede obsesionarse con arreglar una vieja casa vecina proyectando algo que nunca empieza, o escogiendo trabajos aquí que sabe que va a rechazar. En cualquiera de ambos casos, “señalar” fuera les da tiempo, les permite ir preparándose para entender lo que sienten o lo que realmente quieren, pero ese desplazamiento tiene un riesgo: el de confundir el cielo con el dedo.
Es decir, que la pareja piense que los únicos problemas son los de los hijos y ponga ahí toda la energía de la frustración o nuestra aventurera adopte su obsesión como el objetivo cuyo cumplimiento hará que por fin todo esté bien. Si en estos casos miráramos un poco más al dedo, quizá pudiéramos usar esa capacidad de mentalización para preguntarnos «¿realmente mi enfado va de unos pañales?» o «¿realmente me veo echando la siesta tranquilamente en el sofá de esa casa que no termino de arreglar?».
Quizá no arreglaremos mucho hablando de los pañales si lo que duele es el distanciamiento, ni poniéndonos a correr detrás de los gremios si queremos correr realmente hacia otro lado. Quizá no siempre el cielo sea la respuesta.