A la que salta
Los animales de la misma manada entre sí, de vez en cuando se dedican un bufido, un mordisco o un zarpazo para marcar su posición, o simplemente para avisar al prójimo de un límite que debe ser respetado para garantizar la continuidad de la asociación. Cuando ese límite no se respeta, el emisor del bufido pasa a mayores y, si aun así no es escuchado, lo que era un aviso se convierte rápidamente en una disputa más abierta que acaba con alguien herido, si no muerto.
Las personas probablemente también hacemos este tipo de cosas, solo que de una manera más sofisticada, social y a través de la palabra y el gesto. No difiere mucho una mala respuesta ante un comentario que se considera inapropiado del bufido del que hablábamos más arriba. Tampoco el comentario difiere mucho de la tentativa de transgresión de los límites que lo inicia todo. Cabe preguntarse qué hace que el transgresor o transgresora tome esa iniciativa en un primer momento, «¿por qué me están tocando las narices?». Aunque, por otro lado, también cabe preguntárselo hasta cierto punto, y es que, al contrario de los gatos, que se bufan y lanzan un par de zarpazos y cada uno se va a su espacio en busca del status quo, las personas a veces carecemos de esa capacidad. Los gatos no suelen obsesionarse con el porqué después de marcarse, sin embargo, nosotros podemos mantener el conflicto al borde del estallido durante largo tiempo.
Probablemente cuando empezamos a obsesionarnos sacando la cuenta de las ofensas cotidianas, recabando las pequeñas victorias pírricas que en nuestro fuero interno consideramos demostraciones de la legitimidad moral para continuar el enfrentamiento, estamos simplemente negándonos a aceptar que el otro está molesto o que hemos transgredido alguno de los límites que, para él o ella, no son negociables, y los que simplemente tenemos que aceptar si queremos mantener la relación. Es cierto que, una vez iniciada la rueda de reproches, es difícil saber dónde comienza dicha rueda –siendo un círculo– para empezar a colocar los hechos, entender las motivaciones reales y crear un cambio que realmente atienda a las segundas más que a los primeros. Sin embargo, incluso los gatos deciden «ya es suficiente» en algún punto, incluso aunque no se dirima la disputa y se repitan las escenas de arañazos y carreras. Probablemente, lo más difícil de tomar la iniciativa de parar esa rueda que deriva en escalada y distanciamiento es asumir el riesgo de bajar las defensas lo suficiente, y al mismo tiempo preservar la posición que queremos tener en la relación para defender lo que consideramos importante. Es decir, a veces pensamos que el primero que cede, pierde. Y al mismo tiempo, si nadie cede, todos pierden.
También nos es difícil parar la escalada porque, al entrar en ese modo agresivo todo se vuelve en nosotros más primitivo, se encienden en nosotros los ancestrales sistemas de alerta que siguen estando ahí para proteger de un peligro físico potencial. Obviamente, si no estamos entrenados a cuestionar nuestros impulsos y sus motivos reales, a pensar en cómo pensamos, o si, por el contrario, estamos entrenados en la pelea o en la confrontación a cualquier precio, va a ser un franco esfuerzo el frenar para tener en cuenta al otro o analizar por qué narices llevamos discutiendo una hora sobre no haber comprado «eso que te pedí si ibas a comprar».
También, a diferencia de los gatos, nosotros podemos darle una vueltita a lo que es prioritario si hemos decidido vivir juntos, podemos tomar nota de lo que nos ha molestado y explicarle al otro –honestamente, no para ganar la batalla– por qué eso es tan relevante o dónde tenemos una herida que necesitamos que sea cuidada. En definitiva, por un lado no nos diferenciamos demasiado de los gatos en algunas cosas e incluso podemos aprender de ellos, por otro, nuestra habilidad para colaborar y mentalizar (pensar en lo que pensamos unos y otros) es muy superior, por no hablar de nuestra creatividad para reinventarnos.