La espiral imaginada
La capacidad de anticipación de las personas es grande, tanto como la capacidad de imaginar posibles resultados ante la incertidumbre. Como hemos traído a estas líneas con anterioridad, imaginar el futuro a partir de pocos datos es una herramienta indispensable para prepararnos a actuar en el momento que corresponda y, para ello, en cierto modo nos retamos mentalmente a desplegar los recursos necesarios para afrontar una situación concreta antes de que dicho despliegue sea necesario en la realidad. No nos imaginamos entonces solamente cómo saldrán las cosas, sino también nuestra propia actuación, incluso nuestros propios pensamientos y emociones.
Ese despliegue imaginativo de la realidad externa e interna y la proyección de nosotros mismos en ese futuro hipotético es como una exploración, un ensayo vivido de lo que creemos que nos va a suceder por dentro cuando llegue el momento. Sin embargo, en ocasiones somos tan potentes y convincentes con nosotros mismos, que “nos pasamos de frenada”.
A veces, los escenarios desbordantes resultantes, difícilmente manejables, son el fruto de esa misma capacidad de análisis sumada a la desbordante imaginación que nos preparan para los futuros posibles, solo que matizada por la emoción subyacente de miedo ante la incertidumbre que ha desencadenado el proceso.
Popularmente, a la primera parte la llamamos “ponernos en lo peor”, solo que, cuando nos pasamos de explícitos o grandilocuentes, a veces no somos capaces de distinguir emocionalmente la fantasía del recuerdo o la anticipación y llegamos a reaccionar con consternación, impotencia o terror a lo que nos hemos imaginado. Habitualmente, cuanto más temor tenemos a esa situación incierta, más aterradoras suelen ser nuestras anticipaciones, llegando a paralizarnos más de lo que cabría esperar si esa situación que imaginamos realmente se diera.
Nuestra capacidad para anticiparnos puede, por tanto, ser la misma que nos lleve a un callejón sin salida en un momento dado. Quizá podamos darnos cuenta de que esto está pasando cuando nos encontramos dándole demasiadas vueltas a lo mismo, abundando internamente en los mismos detalles amenazantes, oscuros o inciertos, y dejando progresivamente fuera cualquier otro camino. Cuando nos encontramos recreando lo mismo, probablemente estemos encallados en esa imaginación falsamente preparatoria. Y no porque no nos ayude a prevenir lo que puede venir, sino porque nos está arrebatando la capacidad de reaccionar diferente.
En un principio, esa anticipación servía para prepararnos, y para ello, buscamos en los recovecos de la mente en busca de asociaciones relevantes entre lo que conocemos del pasado y lo que nos imaginamos de ese futuro, para encontrar una solución creativa a un desafío por venir. Sin embargo, cuando nos atrapamos en esa espiral descendente de imaginación estancada, ya no creamos nuevas categorías de respuesta, no nos inventamos la posible solución, sino que amasamos una y otra vez, rumiamos solo un aspecto –relevante, sí– de la situación. El resultado suele ser una sensación de “viscosidad mental”, de dificultad para pensar, de limitación y profunda incapacidad.
Sin embargo, aún existe la posibilidad de reconectar con lo que empezamos a hacer al inicio de todo el proceso, y es que la exploración sigue estando ahí. Es el momento entonces de dejar de intentar encontrar soluciones y volver a centrarse en uno mismo, una misma, cambiar de actividades para que los estímulos sean nuevos, que entre aire fresco a nuestra búsqueda de adaptación. También es el momento de cambiar de escenario para pensar desde otro lugar, lo que sucederá gracias a las sensaciones propias de ese otro lugar.
Y quizá lo más importante, recordar que lo que sea que nos atormenta, todavía no ha pasado y, si encontramos la manera de reconectar con nuestras capacidades, deseo, incluso nuestro propio cuerpo, también recuperaremos la capacidad de que la imaginación estancada empiece a fluir de nuevo.