Despegarse de lo humano
Es toda una paradoja que, en los momentos que estamos viviendo, tan inciertos, tan pesadamente incontestables, esas cualidades que nos dan fuerza para afrontar la situación que se ha impuesto con la maldita pandemia, sean las mismas por las cuales nos sentimos incapaces en ocasiones. Dadas las circunstancias, por la mañana nos levantamos habiendo asumido una rutina que da estructura al día pero que, al mismo tiempo, nos resulta artificial y difícil de mantener.
Bien sea por repetitiva, bien sea porque sabemos que no podemos incluir encuentros, abrazos, cañas o partidos, las rutinas últimamente son un tanto agridulces. Muchas personas se ven día a día acudiendo al trabajo o haciéndolo desde casa, cuidando de los suyos o haciendo las tareas cotidianas con una fijación que deja fuera las preocupaciones, tratando de no pensar en el futuro más o menos cercano a medida que los quehaceres del día se van cumpliendo.
Esta capacidad para apartar de la mente ciertos aspectos inasumibles de la situación (pensar en qué va a pasar puede ser bastante poco resolutivo y aún así crear mucha ansiedad), que nos protege en cierto modo de entrar en pánico y volvernos indefensos, es la misma que puede hacer que no seamos capaces de adaptarnos a esta nueva situación que se nos presenta, precisamente por ir acumulando una incomodidad de la que no nos damos cuenta –o una tensión muscular, ansiedad, etc.– que solo se nos hace evidente cuando ya no podemos más.
La negación en su justa medida nos ayuda pero a partir de cierto grado, nos aleja de la situación pero también de los recursos para afrontarla. De una forma similar, nos sucede con la empatía. Por un lado, hay personas que se están volviendo cada vez más insensibles ante los demás, en una suerte de abotargamiento emocional que corta el contacto solidario o comunitario, desde el que se convierte a los otros exclusivamente en una fuente de problemas derivados de los contagios potenciales (bien sea porque se reúnen cuando no deberían, porque incumplen las normas asumidas, o porque simplemente no están tan preocupados como nosotros), volviendo a los vecinos peligrosos o irresponsables y, por ende, en algún modo hostiles.
En estos días la distancia parece tener algo que ver con evitar los contagios y la propagación del dichoso virus; sin embargo, al mismo tiempo, cuando dejamos de ver a los demás como aliados o compañeros, negamos la mayor: que nos necesitamos.
Al mismo tiempo, el exceso de empatía nos puede volver obsesivos, puede llenarnos de los problemas que estamos viviendo alrededor sin poder atender a todos y absorbiendo todo el malestar en el que estamos sumidos. También sucede esto con el miedo en general. Ser temerosos probablemente nos proteja, pero el miedo por el miedo anula nuestra capacidad de reaccionar, llevándonos de la activación para afrontar a la congelación de quien lo da todo por perdido. Así sucede también con la capacidad analítica, la planificación y otras tantas capacidades que nos hacen humanos y que nos han garantizado la supervivencia a lo largo de milenios.
Esas capacidades, cuando las ponemos a funcionar centradas exclusivamente en el individuo, sin tener en cuenta al grupo, o cuando, por el contrario, se centran en el grupo pero obvian al individuo, tienen una alta probabilidad de ofrecer resultados contraproducentes o, por lo menos, parciales. Las grandes soluciones, los discursos absolutos, tienen estas cosas, que dejan forzosamente algo fuera.
Pero, ¿cuál es el elemento que va a equilibrar la manera en que somos empáticos o no, tenemos más o menos miedo, nos estructuremos más o menos? ¿Cuál ha de ser el valor primordial que nos haga poner el foco en lo que importa? ¿La economía, la salud, la solidaridad, el amor, la supervivencia, la equidad, la libertad…? Sea como fuere, por favor, que no sea despegarse de lo humano.