Igor FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Lugares seguros

En un mundo cada vez más sumido en la incertidumbre, la búsqueda de un lugar seguro se ha convertido en una prioridad secreta. Hablamos de medidas de seguridad en la pandemia, sobre la seguridad en la conducción o en el trabajo, pero nos resulta más difícil describir o siquiera pararnos a pensar en lo que necesitamos cuando hablamos de sentirnos seguros. Una de las facetas principales de esa seguridad sentida es, en cierto modo, la certeza de que no nos van a dañar. Y si eso está en duda, por lo menos la capacidad para predecir al máximo cuándo el daño puede producirse.

La capacidad para prepararnos nos otorga seguridad, nos permite pensar y limita el miedo. Del mismo modo, sentir que lo que sea que estamos atravesando lo hacemos con alguien a nuestro lado, es un aporte importante a esa sensación; alguien capaz de colocarse a nuestra espalda para cubrirla si lo necesitamos, o alguien que será más fuerte que nosotros en toda la dimensión de la palabra cuando no podamos hacer lo que solíamos hacer para sostenernos solos. Formar parte de un grupo es esencial para sentirnos seguros, probablemente por la naturaleza atávica de nuestra tendencia gregaria, por muy sofisticados que nos hayamos vuelto. Incluso cuando los otros no pueden protegernos de facto, su presencia en forma de testigos nos hace sentir la seguridad.

A menudo también necesitamos que otros tomen la iniciativa para allanarnos el camino –no siempre tenemos las fuerzas o la perspicacia–, que nos presten esas fuerzas necesarias para afrontar lo que sea que nos está desafiando o venciendo; incluso directamente que lo hagan por nosotros si no podemos y, por ejemplo, hagan esa llamada que nos da tanto miedo o denuncien un abuso por nosotros. Pero incluso si no pueden, si tampoco ellos tienen fuerza o la amenaza es imparable, por lo menos la presencia de otros que sintamos de nuestro lado nos da tranquilidad, seguridad. También nos sentimos seguros cuando podemos notar nuestras propias capacidades o recursos, aquellos que, aunque ahora mismo no podamos poner en juego, nos esperan dentro.

Quizá necesitamos que alguien nos los recuerde, que comparta con nosotros su mirada sobre nuestra dignidad, nuestra capacidad o potencialidad cuando nosotros no podamos. La confianza de otros en que las cosas se arreglarán o por lo menos podremos mantener la dignidad personal si no hay arreglo, nos da seguridad. Sin embargo, no siempre la presencia de estos aliados y su compañía nos es suficiente para equilibrar las cosas y la sensación de inseguridad permanece. Entonces las personas cerramos el círculo y centramos nuestros propios intentos de ganar seguridad en nosotros mismos.

Como si se tratara de una retirada militar, se recogen los recursos puestos fuera, las apelaciones a los demás e incluso las expectativas de recibir ayuda. En ese fuero interno, el mecanismo estrella del que solemos echar mano entonces es al aislamiento. Cuando notamos que el exterior no nos puede ofrecer esa seguridad, quizá nadie lo note si no presta una dedicada atención pero dejamos de pedir lo que pedíamos o quejarnos como lo hacíamos. Entonces quizás nos volvamos más fríos, o más callados, limitemos nuestra iniciativa para salir al mundo o coartemos nuestros discursos en presencia de otros, de forma muy distinta a como solíamos hacer en la fase anterior.

Es como si tratáramos de minimizar los puntos de contacto con el mundo exterior en aquellos aspectos que notamos más sensibles, dando la sensación externa –e incluso interna– de no necesitar nada. Sin embargo, de modo similar a cómo en un accidente de tráfico se atiende primero a los heridos inconscientes o silentes, quizá también cuando estamos aparentemente más insensibilizados, más inexpresivos sobre lo que antes era vital, nuestra necesidad de sentir la seguridad haya alcanzado su pico y necesite asistencia urgente.