Es tiempo de cuajada
Mamia, mamina, gatzatua, gaztanbera, putxa… son todos ellos nombres de una misma elaboración que, como bien escuché decir un día a Jakoba Errekondo, cada una puede tener un nombre, allá donde así se la refiera. Por lo tanto, una elaboración puede tener más de un nombre y ser correcto y propio en cada uno de los lugares de los que venga. Esto es identidad y esto hay que respetarlo. Este, también es el caso de hoy. Para mí, arranca la temporada de cuajada.
Familia, os hablo de las cuajadas buenas, de las de verdad. Esas cuajadas que cantan a rebaño de ovino mayor. ¿Qué queremos? – ¡Cuajada! ¿Cuándo la queremos? – ¡Cuajada! Este es mi nivel de adicción. Si hay cuajada, quiero cuajada. Y, si no hay cuajada, quiero cuajada. Si la hay, es porque las ovejas ya han convertido la hierba en leche y esta misma está disponible para cuajar. Y para eso el primer paso suele ser determinar que ya es tiempo de cría de corderitos. No olvidemos que los mamíferos no dan leche por capricho. Bueno, las ovejas en primavera podríamos decir que casi nos la regalan…
No sé si alguna vez os he mencionado esto, pero os confieso que pocos bocados me estimulan al nivel visual y organoléptico como lo hace una cuajada cubierta de miel. Es meter la cuchara hasta el fondo, levantarla suavemente, viendo quebrar lentamente la leche a la vez que se introduce la miel y es empezar a salivar sin control. A los que os enamora la cuajada y su sabor potente, sabéis de lo que hablo. Otra alternativa un pelín más bizarra y tosca sería la versión “salada”. Esa en la que, en lugar de endulzar la leche, se sala. Las dos opciones son increíblemente ricas, pero a mí me tira más la miel. Por último, están esos locos de la vida que ponen un poco de cuajada a un vaso de azúcar. La mayoría sé que sois de este último equipo, pero probad a ver la vida y, ya de paso, la cuajada con menos azúcar. Veréis cómo no es menos dulce. El dulzor está en vuestro interior, no os hace falta tanto azúcar (y menos en la cuajada).
Hablamos de una receta simple. Tan simple como calentar la leche y añadir el cuajo. Aquí ya hay tema = recetón. No me digáis que una receta tan simple y tan rica no se merece casi el reconocimiento que tiene el pan como mejor receta del mundo. No sé yo si no deciros que esto entraría en mi top 5 de recetas, solo por el hecho de ser una receta tan simple y rica. Y es que, a partir de este lienzo blanco, cremoso y quebradizo, las variantes son infinitas. Esto también convierte la cuajada en un recetón. Una de las grandes recetas ha sido la de “quemar” con una piedra incandescente la leche para después cuajarla. Yo me declaro groupie del sabor de la leche quemada de oveja.
Por otro lado, la manera de cuajar la leche también ha pasado por distintas fases, de las cuales hoy podemos disfrutar de dos de ellas de manera más habitual. La primera es la cuajada con cuajo sintético, disponible en farmacias o herboristerías. Y la segunda, la que se elabora con cuajo natural. Esta segunda versión es la tradicional, la que se realizaba con una especie de pequeña pelotita elaborada con partes del estómago del propio animal (de los corderos lechales). Esto aporta un sabor infinitamente más potente que el cuajo sintético y no es apto para todos los públicos. Como diría un viejo conocido, «el cuajo natural resucita a los muertos». Os recuerdo que uno de los bocados más épicos que he tenido la suerte de probar estos últimos años ha sido el “cuajo helado y hierbajos” de Arrea en Kanpezu. Dinamita pura.
Kaikus de madera y de tela. No estamos acostumbrados a sabores tan únicos y potentes. Pero esto es lo que nos mantiene vivos y nos recuerda de dónde vienen las cosas. El sabor del cuajo, la leche quemada o la propia leche de oveja (porque acostumbramos a cuajar la leche de vaca) son partes de la identidad de una receta que se ha ido adecuando a los paladares actuales hasta el punto de no tener casi relación con su origen. Lo mismo ocurre con el kaiku, el recipiente en el que se elaboraba la cuajada. Ahora, muchos pensarán que es solo una taza rara que había por aquel entonces y no servía para nada más.
El kaiku es el recipiente en el que se recogía la leche. Un recipiente de madera (normalmente abedul) tallada en una única pieza con forma de taza gigante que contaba con una especie de asa central muy característica. En este mismo recipiente se calentaba la leche con piedras (“esne harria” o piedra de leche) o varas de hierro. De aquí el sabor “caramelizado o quemado” de las antiguas cuajadas. Era la manera de cocer la leche en un recipiente de madera. ¿Cómo si no?
Fijaos en la evolución que ha tenido la palabra. Del significado en el que se define una taza de madera grande y hueca, nace el adjetivo de “kaikua” con significado de “tonto” o “cabezahueca”. Y no nos quedamos solo con esto, pues los kaikus también son las chaquetas que vestían los pastores vascos y que más tarde pasaron a ser traje de celebración que simbolizaba lo agrario y rural. Esto nos lo cuenta Oihane, amiga y diseñadora de Amarenak.
Por todo esto y más es tan especial la mamia. Ver cómo ha evolucionado una receta que probablemente surgió de casualidad (queriendo transportar leche, un día de calor en alguna de las partes de los interiores del cordero) y ha dado tanto a nuestra cultura, ha resistido interminables modas culinarias y gastronómicas, es todo un lujo. Es una de esas recetas que nos ancla a la tierra y la cultura que somos. Si no se nos olvida qué y para qué son o eran los kaikus, no vamos mal. Aunque los utilicemos para otras cosas, seguirán siendo todo un símbolo. Y lo que no podemos permitir es que una receta tan simple como la cuajada se pierda. Una receta que ha generado tanto y que ha durado tantos años en primera línea del frente es digna de ser recordada por siempre. Es un ejemplo de lo local, de lo auténtico, de lo humilde, pero también de la grandeza de un animal casi olvidado como lo es la oveja.
Una receta cremosa. Hoy voy a dar una receta para guarnecer la cuajada que también entiende de temporada y tradición. Os dejo mi propuesta para caramelizar nueces y acompañar con textura crujiente la cremosidad de la que llevamos hablando un rato. Apuntad:
Poned a cocer durante 10 minutos un puñado de nueces peladas. Tienen que quedar tiernas. Sacadlas y escurridlas bien. Es importante que estén bien secas. En un bol grande, añadid azúcar glass, un poquito de canela (la odio, pero haré como que no me he enterado de que está) y una pizca de sal. Mezclad bien estos tres ingredientes y añadid las nueces. Se tienen que impregnar bien del azúcar. Seguidamente, en una cazuela pequeña, poned a calentar aceite de girasol. El último paso sería freír las nueces con el azúcar pegado. Esto genera un caramelo finísimo por fuera y mantiene la nuez tierna por dentro. Toda una metáfora de lo que somos y que, por supuesto, sabe mejor con cuajada.
Pd: Me sigue gustando más la versión con miel. Es insuperable.
On egin!