IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

De lealtades y futuros

Hay una fina línea entre la pertenencia y la dependencia, entre la similitud y la fusión; de hecho, esa línea nos suele generar multitud de dilemas, e incluso problemas de identidad o de continuidad. ¿Qué tengo que hacer, pensar o sentir como los míos para pertenecer a ellos? ¿Y qué sucede si hago, pienso o siento algo diferente? ¿Cuánta disensión admite el vínculo antes de mellarse o romperse? O quizá el siguiente paso: ¿la disensión puede renovar el vínculo? El avance de cualquier tipo conlleva cierto desafío con lo anterior, cierta contradicción con ello, incluso hasta la desactivación de una determinada manera de ver el mundo. Sabemos que ninguno de esos cambios es gratis en lo social, por ejemplo, que todos los movimientos en contra de lo establecido tienen consecuencias qué hay que evaluar si asumir o no pero que son inevitables; y también en la intimidad de las relaciones importantes podemos encontrar condiciones y dilemas similares.

No deja de ser sorprendente que, a pesar de ser miles de millones de personas en el planeta, todavía esperemos que el mundo se comporte según nuestro marco de referencia, del cual, a su vez, es imposible que nos liberemos completamente. En las familias, por ejemplo, ese marco tiene algo de consenso, o al menos de asunción, entre sus miembros; son vestigios de la historia que llega hasta el hoy en forma de creencias y expectativas, de maneras, más o menos abiertas a nuevos inputs, nuevas influencias, a nuevas experiencias, al fin y al cabo.

La vida se abre paso, busca su camino como un arroyo que se precipita ladera abajo, pasando sobre lo previamente depositado, sobre lo que un día fue fluido pero que se hizo sólido e inmóvil. La vida se abre paso en forma precisamente de la consecuencia de nuevas experiencias que se vuelven inevitables ante un mundo que siempre cambia; como si hubiera un imperativo íntimo y secreto incluso para nosotros mismos que dijera “tú sigue adelante pase lo que pase”. Muchas veces los dilemas de los que hablábamos al principio surgen al intentar frenar el efecto de las experiencias nuevas, al tratar de poner puertas al campo por miedo a que este empuje elimine lo anterior, lo borre y lo deslegitime. Por el otro lado, abrazar el efecto del cambio del todo hace temer el peligro de perderse, de no tener raíces o ‘certezas’ a las que aferrarse. Son dos fuerzas imprescindibles para el avance personal y grupal que pugnan con mayor virulencia si ambas tienen el temor de desaparecer ante la otra –mejor dicho, cuando quienes las encarnan temen no ser reconocidos suficientemente y tener que plegarse a la otra parte–.

Incluso el pasado lucha por su supervivencia; así de vehemente es el impulso de la vida. Quizá entonces, si queremos integrar el pasado y el mundo que está por venir, tengamos que hacer algo con el miedo. Quizá necesitemos mirar un rato a esa posibilidad como algo real de que los hijos den la espalda a sus padres; que los amigos sigan otros caminos que los separen; que las parejas quieran también crecer fuera de dicho vínculo; que uno mismo, una misma, ya no crea en lo que creía. Y quizá podamos prevenir esa separación radical y traumática transmitiendo el amor a lo que tuvimos, a lo que tenemos, y confiando en que eso encuentre un hogar en el corazón del otro que le haga querer volver, querer reencontrarse, más allá de plegarse a lo que fue.

Y es que, al igual que en una mudanza nos las ingeniamos para llevarnos lo que es importante, estaremos más dispuestos a llevarnos a ese mundo del futuro lo que amamos del mundo pasado, más fácil que llevarse el miedo a que este desaparezca, la exigencia de preservarlo o la amenaza del vacío. La vida se abre paso a través del amor que adquirimos a lo que vamos construyendo, donde podremos incluir, solo en parte, lo vivido en el pasado.