Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

¡Qué difícil me lo pones!

Hay personas que hace tiempo desistieron en esto de conciliar y llevan sus necesidades por bandera, caiga quien caiga. Otras personas han decidido tragarse su disconformidad y plegar esa bandera, guardarla en un cajón y ver cómo la bandera de otros se puede enganchar a su estandarte; con los costes pertinentes. Cualquiera de las dos opciones trata de, simplificando mucho, resolver por las bravas el brete de tener que ponernos de acuerdo para convivir. De hecho, es un aspecto imprescindible de cualquier convivencia de cierta cercanía: cómo se resuelven e integran las diferencias en cuanto a discrepancias que afectan a lo que hacemos juntos.

Y, como decimos, no es sencillo; o quizá podríamos afinar más diciendo que no es sencillo si no se dan unas circunstancias previas, si uno o una no tiene sus principios básicos claros en cuanto a las relaciones. Cabría pensar que no es necesario tenerlos, que uno va tirando y resolviendo día a día, en función de cada situación, confiando en que su reacción estará en consonancia con lo que quiere. Y quizá esta es la parte peliaguda de dejarse llevar por decisiones más absolutistas del tipo de ‘ir siempre a por lo que quieres’ o ‘aceptar lo que haga falta por evitar el conflicto’.

A menudo, cuando escucho estas u otras variantes del mismo tema, pienso en el miedo que debe de tener esa gente a tener un conflicto, si necesitan aferrarse a una actitud comportamental que valga para resolverlos todos. O mejor dicho, que valga para encontrar su equilibrio en medio de la diferencia. Y es que, por mucho que las posturas extremas puedan verse socialmente como algo más aceptable que la duda o el titubeo, de hecho, están llenas de impulsividad y tábula rasa. Supongo que las personas que ondean uno de esos dos estandartes, los han tejido a lo largo del tiempo, basándose en sus vivencias, en los eslóganes de otros que tuvieron cerca, o la manera en que fueron tratados –bien para no ponerles límites o para ponérselos todos–. Cualquiera de las dos posturas también sugieren que algo faltó y algo sobró, ya que hubo que radicalizarse en la intimidad de la relación con los iguales, e incluso con la gente querida.

El miedo, como bien sabemos, está íntimamente ligado a esas reacciones airadas que pretenden mantener al otro lejos, dejar de escucharle, no considerar sus opciones; y, para ello, agredirle de diferentes maneras. También el miedo le habla al oído a quien no quiere importunar o confrontar por si la crítica del otro viene enseguida o, paradójicamente, por si sus opciones son escuchadas, tenidas en cuenta y entonces tiene que ejercerlas plenamente. Sea como fuere, ambos estandartes llevan en el centro de su emblema unos ojos muy atentos y un cuerpo tenso. Evitar el conflicto es un intento vano a no ser que nos aislemos de algún –o de muchos– modos, ya que viene dado por la simple naturaleza diferente de unos y otros. Va a suceder, así que no hace falta tenerle miedo, solo prepararse. Y en esto ayudan nuestros valores.

Sin duda todos queremos conseguir lo que necesitamos y lo que nos proponemos pero impepinablemente necesitamos una red que nos lo proporcione, y una con la que compartirlo después, así que quizá también necesitemos mantener las relaciones para ello con gente diferente y, aunque nos lo pongan difícil, nos convenga vivir sin miedo a ser transgredidos o ignorados, para lo cual sirve probar y probablemente comprobar en las distancias cortas, en las escenas cotidianas, que el temor a ser ignorados o a ser agredidos, ha crecido mucho este tiempo en la cabeza en comparación con la realidad. Y es que, aunque lo pensemos así, no todo el mundo está queriendo sacar algo de nosotros. Lo siento pero no somos tan importantes, somos uno más.