Vida y muerte de un obrero de la cultura
Apenas vivió 40 años, pero como él mismo consignó en su mítica canción “Te recuerdo Amanda”, «la vida es eterna en cinco minutos». A punto de cumplirse cinco décadas de su muerte por parte del Ejército chileno tras el Golpe de Estado de 1973, la figura de Víctor Jara vuelve a estar de actualidad gracias a la biografía que el periodista y escritor Mario Amorós ha escrito sobre él. Su legado como músico, pero también como hombre de teatro, su extraordinaria capacidad de trabajo, su militancia política y su reivindicación de la cultura como una herramienta al servicio del pueblo, confieren una vigencia innegable a su figura. A partir de ahí conviene acercarse al personaje intentando obviar las execrables circunstancias que rodearon su muerte. Porque Víctor Jara fue, ante todo, un amante de la vida.
Víctor Jara es un personaje con un fuerte valor simbólico, eso resulta indiscutible. Más allá de su proyección como icono en la sociedad chilena, su figura ha gozado de alcance universal, o al menos lo tuvo. Su detención, tortura y ejecución por parte del Ejército en los días que sucedieron al Golpe de Estado liderado por el general Pinochet lo elevaron a categoría de mártir para toda una generación de ciudadanos políticamente comprometidos, a lo largo y ancho del mundo. Porque el proceso de unificación de la izquierda chilena, que terminó en 1970 con Salvador Allende ocupando la presidencia del país (y al que Víctor Jara consagró todas sus energías como “obrero de la cultura”), tuvo un impacto internacional. En plena Guerra Fría, el hecho de que un Estado tuviera un gobierno integrado por socialistas y comunistas emergido directamente de las urnas, suponía todo un desafío para las estructuras del mundo capitalista con EEUU a la cabeza. De ahí sus intentos desestabilizadores, financiando y apoyando las protestas de la oligarquía chilena y de ahí también, la organización del Golpe.
Hoy, cuando se cumplen 50 años de aquel atentado contra las libertades que degeneró en una dictadura sanguinaria, ha llegado quizá el momento de comenzar a desmontar leyendas y analizar el valor real de alguna de las figuras de aquel proceso, entre ellas la de Víctor Jara, cuya condición de mártir ha venido eclipsando el valor de su obra artística. En este sentido, cabe poner en valor la reciente publicación del libro “La vida es eterna. Biografía de Víctor Jara”, escrito por el periodista Mario Amorós, especialista en la historia reciente de Chile: «Se trata de la primera biografía histórica que se publica sobre él -nos comenta el autor-. He hecho un gran esfuerzo por acceder a documentación nueva, procedente de archivos de varios países y por reconstruir sus últimos días a partir del sumario judicial de su caso, que revisé al completo. Ahí hay muchos detalles e información que me han permitido contar la vida de Víctor con una precisión hasta ahora inédita». Un ejercicio de investigación que, en opinión de Cecilia Coll, quien en 1973 era directora del Departamento del Área de Extensión Cultural de la Universidad Técnica del Estado (UTE), para el que trabajaba Víctor Jara: «Permite tener una visión mucho más amplia de Víctor tanto en su faceta humana como artística. Su compromiso político fue innegable pero, de entre todas las canciones que creó, solo una mínima parte son canciones panfletarias o de lucha. Hizo temas de amor, canciones satíricas… Aunque su música está muy vinculada al momento histórico en el que le tocó vivir, no es una música coyuntural».
A la hora de arrojar luz sobre un personaje de una dimensión tan compleja como Víctor Jara, hay que poner el foco sobre sus orígenes, algo que rara vez se ha hecho, sobre todo en sus raíces campesinas que, como comenta Cecilia Coll: «Siempre tuvieron reflejo en su música que nace de su encuentro con los movimientos populares y con el folclorismo que empezaron a difundir los hermanos Parra, Violeta y Ángel». No obstante, para Mario Amorós, hay una figura mucho más determinante a la hora de entender ese vínculo de Jara con el folclore campesino, su madre, Amanda Martínez. «Es imposible entender la figura de Víctor sin asumir ese legado que su madre le transmite. Él toca la guitarra como la tocaba su madre, evocando el folclore campesino de la zona de Chillán. De hecho, sus primeras canciones están imbuidas de esa herencia. Él curiosamente vuelve a ese folclore en su último disco, ‘Canto por travesura’, donde reivindica la importancia de recuperar las canciones creadas y transmitidas por la memoria de los trabajadores rurales».
No obstante, hasta llegar a ese momento en el que Víctor Jara se convierte en uno de los referentes de la nueva canción chilena, pasaron varios años, años que él vivió en medio de grandes dificultades y que fueron forjando su carácter. La situación precaria de su familia se agravó con la muerte de su madre cuando él tenía 15 años. La descomposición del núcleo familiar le llevó hasta Santiago, donde fue acogido por la familia de uno de sus compañeros de escuela. A partir de ahí, el futuro cantautor vivió su juventud en una total incertidumbre. «Él está dos años en un seminario, sale de allí, hace el servicio militar y con 22 años se encuentra prácticamente solo sin ningún horizonte ante sí. Ante esa falta de perspectivas se prueba como cantante de coro atendiendo a la experiencia que tenía del seminario y pasa las pruebas para el Coro del Teatro Municipal. Eso le hace entrar en contacto con el mundo de las artes escénicas, primero a través de una compañía de mimos, luego ingresando en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile», nos comenta Mario Amorós.
UN AFAMADO DIRECTOR TEATRAL
En cierto modo, su encuentro con el mundo del teatro le salvó la vida. No solo eso, sino que, a través de dicho encuentro, selló su compromiso con el arte y con la potencialidad que atesora este, en sus distintas manifestaciones, como herramienta de transformación social. «Como actor, él no sentía que tuviera un gran futuro pero, casualmente, en 1960, un montaje dirigido por él con estudiantes de la Escuela obtiene una cierta repercusión y eso le abre un camino que frecuentará profesionalmente hasta 1969», comenta Mario Amorós. De hecho, su biografía de Víctor Jara presta mucha atención a este período de la vida del artista, un período que ha quedado eclipsado por su repercusión posterior como músico.
Sin embargo, su faceta como cantante fue mucho más breve en el tiempo que todos los años que dedicó al teatro donde, a lo largo de la década de los 60, se fue consolidando como uno de los grandes directores de la escena chilena. Adicionalmente, fue esta labor la que le terminó llevando a la música. Previamente, Víctor ya había ejercido como corista y cantado en diversos grupos, como Cuncumén; incluso era frecuente verle con su guitarra improvisando algún tema en la carpa de los hermanos Parra, donde comenzó a adquirir fama como cantautor. Pero el hecho de dedicarse profesionalmente a la música acontece cuando es fichado como director artístico de Quilapayún.
Según nos cuenta Cecilia Coll, esta experiencia fue determinante para que Víctor Jara incorporase al mundo de la canción popular chilena todo el bagaje que había adquirido como director escénico. «Él tenía una metodología muy estricta y una gran disciplina de trabajo frente al espíritu anárquico que era común entre los músicos de la época». Ese rigor profesional también es ensalzado por Mario Amorós: «Su mayor activo siempre fue la enorme capacidad de trabajo que atesoró. Su labor como director artístico de Quilapayún constituye un buen ejemplo de ello. Todos coinciden en señalar cómo Víctor llevó al grupo su experiencia como director de teatro para conferir a la banda un gran rigor en sus propuestas».
Fue entonces, durante los últimos años 60, cuando Víctor Jara decide aparcar una prestigiosa carrera como director escénico y dedicarse profesionalmente a la música. Una decisión que, lejos de ser sencilla, le supuso un dilema moral, tal y como él mismo reconocía en muchas de las entrevistas recopiladas por Mario Amorós en su libro “La vida es eterna”. En dichas entrevistas, Víctor Jara se mostraba favorable ante la posibilidad de desarrollar un arte de utilidad pública, un arte al servicio del pueblo que sirviera para visibilizar las injusticias sociales. Un argumento que fue el que terminó por convencerle para dedicarse profesionalmente a la música, pues en ella veía unas potencialidades superiores a las que le ofrecía el teatro. «El teatro le permitió ver el efecto de hacer un arte pensado para las masas -explica Mario Amorós-. Pero el teatro le planteaba unas servidumbres que para él eran excesivas. Los dos meses de ensayos previos al estreno de cualquier montaje, más las sucesivas representaciones, le mantenían atado a Santiago y le impedían hacer giras, moverse por el país y estar en contacto con el pueblo, que es lo que verdaderamente a él le motivaba. Por eso creo que terminó por volcarse en la música que facilita una forma de comunicación más directa».
Al mismo tiempo, dos hechos vinieron a reforzar esta elección. De un lado, la creación de la “Discoteca del Cantar Popular” (DICAP), un sello promovido por las Juventudes del Partido Comunista Chileno para editar aquellos álbumes cuya publicación difícilmente podía ser asumida por el resto de empresas discográficas (intervenidas por capitales extranjeros), álbumes, casi todos ellos, vinculados al movimiento de la canción protesta. Una de las artífices de la creación de DICAP fue justamente Cecilia Coll: «En aquellos años era evidente que la música tenía unas potencialidades inmensas para lograr movilizar a los jóvenes y eso fue un poco lo que marcó la evolución de nuestro sello, pero su origen no obedeció a ningún objetivo predeterminado y fue un poco casual. En 1967, sacamos el disco ‘Por Vietnam’, de Quilapayún, y fue tal el éxito del álbum que le dimos una estructura profesional a la empresa y nos lanzamos a grabar otros discos». La actividad de DICAP se extiende desde 1967 y 1973, y para ellos grabó Víctor Jara el grueso de su obra. Previamente, en 1966, el cantautor había grabado con el sello Demon su primer disco, titulado precisamente “Víctor Jara”. Un año después y junto a Qulapayún, saca al mercado “Canciones folclóricas de América”, esta vez de la mano de la multinacional EMI-Odeón. Pero justamente la grabación de este álbum creó un conflicto de conciencia en él, tal y como nos explica Mario Amorós: «Él siempre tuvo muy presente el riesgo de ser instrumentalizado por la industria; tenía miedo de que, firmando un contrato con una gran discográfica, se desvirtuase el compromiso subyacente en sus canciones». De ahí que tras aquel disco con Quilapayún abandonase los estudios de grabación para volver al teatro. Solo con la fundación de DICAP y las garantías que le ofrecía el sello del Partido Comunista, Víctor Jara se sintió con las espaldas cubiertas para dedicarse profesionalmente a la música. Su primer álbum con ellos fue “Pongo en tus manos abiertas…” (1969).
Este primer disco de Víctor Jara con DICAP contiene el tema que, con el paso de los años, se ha convertido en la canción más emblemática de su repertorio: “Te recuerdo Amanda”. Versionada en multitud de idiomas y por artistas de distintos estilos (de Raimon a Joaquín Sabina, de Joan Báez a Amaia), “Te recuerdo Amanda” es un perfecto ejemplo del tipo de composiciones que le interesaba hacer a Víctor Jara. Según él, es una canción que «habla del amor de dos obreros, de esos que usted mismo ve por las calles, y a veces no se da cuenta de lo que existe dentro de su alma». Es decir, se trata de un tema de amor, pero también de una canción donde se denuncia la precariedad laboral. No se trata de una canción puramente política, sino que en ella subyace un fondo poético. Ocurre que, demasiado a menudo, la militancia de Víctor Jara tiende a eclipsar sus muchas otras virtudes como compositor. Él mismo primaba lo primero sobre lo segundo, de hecho siempre fue reacio a formarse musicalmente. «Nunca supo escribir música y no quiso aprender por miedo a perder su espontaneidad como intérprete», dice Mario Amorós.
BANDA SONORA DE UN TIEMPO Y UN PAÍS
Esa militancia nos lleva al segundo motivo que condujo a Víctor Jara a abandonar su prestigiosa carrera como director de teatro y a dedicarse profesionalmente a la música: las elecciones de 1970 y la elección de Salvador Allende como candidato de Unidad Popular. Este veterano dirigente socialista, y médico de formación, ya se había postulado tres veces a la presidencia de la República, perdiendo las tres frente a representantes del oficialismo democristiano. Pero a finales de los años 60 la corrupción sistémica de la derecha, unida a la movilización política de buena parte de la juventud, hizo que la izquierda se uniese en torno a una coalición entre diversas formaciones donde el Partido Comunista fue ganando peso. Fueron los comunistas quienes postularon a Allende a la presidencia conscientes de su tirón (por mucho que desde el propio Partido Socialista su figura generase no pocas dudas) y en torno a él y a su candidatura fue ganando fuerza la idea de la “vía chilena al socialismo”. Este proyecto comprometió a la mayor parte de la intelectualidad chilena: escritores, poetas, dramaturgos, músicos y cineastas pusieron su talento al servicio del programa político que Salvador Allende representaba. «Víctor aprecia la potencialidad de ese proyecto y se vuelca en la campaña electoral. El triunfo de Allende fue una de las grandes alegrías de su vida, pues él consideró que aquello era lo que Chile necesitaba para una sociedad más justa», explica su biógrafo.
No obstante, el cantautor nunca fue tan ingenuo como para pensar que el triunfo de Allende iba a traer consigo un período de plenitud y prosperidad al país. Él era consciente de que las oligarquías locales iban a desarrollar un papel de desestabilización muy activo, como de hecho ocurrió, y la necesidad de responder a esa ola reaccionaria fue la que inspiró toda su producción musical a partir de ese momento. Tras el triunfo electoral de Allende, Víctor Jara se endosó el modo de “trabajador de la cultura” y se puso al servicio del Gobierno, convirtiéndose en una suerte de embajador artístico del nuevo Chile. Ese rol añade una cierta confusión sobre su figura.
Leyendo alguna de las entrevistas que en aquellos años concedió y leyendo sus ataques a ciertos cantantes melódicos, exponentes de una música desideologizada, da la sensación de que para Víctor Jara la única propuesta musical válida era aquella encaminada a crear conciencia política, sin asumir que, el pueblo a veces también tiene necesidad de que le entretengan. Sin embargo, Cecilia Coll, que le conoció bien, niega la mayor: «Víctor era una persona de mentalidad abierta, no era tan necio como para despreciar otros estilos musicales. Lo que ocurre es que él siempre repudió aquella música que tenía como fin enajenar a la opinión pública, anestesiarla. Porque ese tipo de música también cumple un rol político». Tampoco Mario Amorós considera que Víctor Jara mantuviera un perfil inmovilista como creador. Frente a quienes lo tachan de simple propagandista, su biógrafo esgrime: «Hay que contextualizarlo en aquel tiempo y en aquel país, pero él mismo va evolucionando como cantante. En sus últimos años él muestra un presentimiento pesimista respecto a la polarización de la situación en Chile. En sus canciones de 1972 y 1973 se percibe un tono intimista alejado del carácter combativo que tenían sus primeros temas donde la expresión ‘¡Venceremos!’ aparece de manera recurrente». Al mismo tiempo, en alguno de sus últimos álbumes, como “El derecho de vivir en paz”, colaboró incluso con grupos pop añadiendo a su particular estilo sonido de guitarras eléctricas.
Ese fatalismo que empezó a invadirle en lo referente al creciente clima de crispación que iba dándose en la sociedad chilena, también comenzó a desarrollarlo Víctor Jara en lo tocante a su persona. Ya en algún recital vivió experiencias desagradables con algunos representantes de la burguesía conservadora que hacían acto de presencia en los mismos para increparle e incluso amenazarle. Él sabía que su militancia política a favor de Allende le iba a acarrear consecuencias. Pero ni siquiera la mañana del 11 de septiembre de 1973, cuando los militares comenzaron a bombardear el Palacio de la Moneda, se le pasó a Víctor Jara por la cabeza la idea de abandonar el país. Él sabía que su sitio estaba en la Universidad Técnica del Estado (UTE), entidad que lo empleaba. Fue allí donde marchó para valorar, junto a otros compañeros, la respuesta que debían dar frente al Golpe y donde, al día siguiente, fue detenido y trasladado al Estadio Chile, que el Ejército había convertido en un centro de internamiento y tortura. Allí pasó cuatro días hasta que fue ejecutado. Amorós, en su biografía, recoge testimonios directos de alguno de sus compañeros de cautiverio. A través de estos testimonios y de otros documentos, el autor consigna cómo fueron las últimas horas de vida del cantautor asumiendo que fue esa muerte indigna la que lo convirtió en un mito: «Evidentemente, la figura de Víctor Jara se universaliza por la muerte tan atroz que tuvo. Fue esa muerte la que hizo nacer su leyenda, una leyenda que se vio alimentada por invenciones macabras como esa de que le amputaron las manos antes de ser ejecutado. Pero más allá de su muerte, yo creo que la memoria de Víctor perdura por la calidad de sus canciones y por su compromiso político».
En este sentido, Mario Amorós hace justicia al deseo de la viuda de Víctor, Joan Jara, de mantener vivo el legado del cantante atendiendo única y exclusivamente a su producción artística y desposeyendo a su figura de ese aura de mártir que desde entonces ha tenido. Sin embargo, el propio autor reconoce que no es posible reivindicar una figura como la de Víctor Jara ignorando su militancia: «No se trata de idealizar su figura, pero sí que creo que hay que recuperarla y no se puede recuperar sin tener en cuenta su compromiso. Eso sería una manipulación y una ignominia». Cecilia Coll es de la misma opinión, sobre todo, atendiendo al momento político que vive Chile en la actualidad: «Es cierto que el recuerdo de Víctor está muy presente en nuestro país, pero también es verdad que, últimamente, su memoria se está viendo atacada desde algunos sectores ultraderechistas. Al fin y al cabo es lo que siempre ha hecho el fascismo: intentar destruir aquello que no puede instrumentalizar a su favor».
A punto de cumplirse el 50º aniversario de su muerte, se antoja un buen momento para volver sobre el legado de este infatigable obrero de la cultura que, tal y como precisa Mario Amorós, «apenas vivió 40 años pero su talento y, sobre todo, una capacidad de trabajo formidable, le permitieron, en muy poco tiempo, dejar una huella imborrable».